Cartas a la dirección

La lenta muerte del Papa

Señores directores: El hecho de que el Papa esté padeciendo una enfermedad que lo afecta cada día más y lo lleva a la inmovilidad paulatina y a carecer de la palabra, más que un hecho médico individual ha pasado a ser un hecho público y masivo. La razón, como es fácil de ver, es por el sujeto que la padece: el jefe de la Iglesia Católica. Todo eso es lógico, lo que me parece fuera de lógica es que la enfermedad del Papa ha pasado a ser un espectáculo de los medios. La imagen de un hombre anciano desparramado en una silla, gesticulando torpemente y hasta hace poco diciendo palabras inentendibles termina siendo un hecho que linda con lo ridículo. Mucha gente que lo ve así postrado reza para que se sane o al menos se mejore y pueda seguir en funciones. Otra gente se pregunta: ¿Y por qué no renuncia? Ése es el interrogante que refiere a una respuesta no tan simple. Hagamos algunas conjeturas.

El Papa no renuncia porque no lo ve como necesario. El Papa no renuncia porque no lo dejan renunciar. El Papa no renuncia porque no es consciente del vacío que produce su inactividad. El Papa no renuncia porque considera que su misión es un mandato divino y que sólo Dios se lo puede pedir. El Papa no renuncia porque piensa que no está garantizado un sucesor que prosiga su línea teológica-pastoral. Y así podríamos seguir enunciando presuntas razones. Quizá no haya una única razón, quizá haya una pluralidad de ellas, pero lo cierto es que estamos como inmóviles, parados en la historia de la humanidad cuya característica más significativa es la velocidad y el vértigo.

El Papa sigue postergando audiencias y presentaciones públicas porque su físico no le da más, mientras una corte de cardenales, monseñores y secretarios lo exhiben agonizante desde la ventana vaticana o del Hospital Gemelli. ¿Estarán ganando tiempo hasta llegar a un acuerdo sobre su sucesor? Las respuestas formales y monocordes hablarían de un pacto interno de silencio y actividad subterránea de los jerarcas.

Para que no sigamos haciendo conjeturas, creo que a las autoridades eclesiásticas les compete la misión de poner punto final al triste espectáculo de un hombre que se está muriendo. Es faltarle el respeto, es no tener en cuenta su derecho a la privacidad de su muerte. Posiblemente, Juan Pablo II ya carezca de la capacidad para tomar una decisión individual, personal. A los que están en su entorno les cabe la responsabilidad histórica de asumir y dar salida a la cuestión en esta hora delicada para el Pueblo de Dios. Y terminar con el bochorno. Alberto Fabián Estrubia, DNI 6.240.308. Ciudad.