Conocer sólo de oídas

María Teresa Rearte Basla

Podríamos pensar que, transcurriendo ya el Tercer Milenio cristiano, estamos a salvo de las idolatrías. Pero las hay de diversas formas. Y las peores quizás no sean las que se construyen con las manos, sino las que se llevan en el corazón. Ritualismos, legalismos, rigorismos, quizás ese fariseísmo que conduce a la certeza de que somos sólo nosotros y nuestras obras. De cualquier tipo que sean. O el culto a la personalidad que, como un extraño narcisismo, tiene mucho de marketing. En fin, prácticas que a veces tienen no poco que ver con el miedo, el encono, o las heridas que anidan en el corazón del hombre. Y que, al estancarse, enferman. Y lo privan de real libertad, tanto como de la posibilidad de ser feliz. Cuántas veces, me pregunto, el hombre ha quemado incienso ante estos ídolos de manufactura casera.

"Arrepiéntete y conviértete al Evangelio", reza la liturgia del Miércoles de Cenizas. Suena como un aldabonazo que llama a examinarse. A sospechar y despertar de falsas seguridades que se convierten en un modo de huida de Dios. De escapar y estarse lejos, donde no haya que contemplar su Rostro. Y sólo se esté, al final de cuentas, dando vueltas sobre sí mismo.

Este mundo en el que lo determinante es tener o aparentar tener, más que ser, y en el que la idolatría del dinero ha polarizado las aspiraciones humanas, también ha ido perdiendo progresivamente el sentido de lo inconmensurable. La religión light, que ha olvidado la soledad del testimonio y se ha vaciado de silencio y del sentido de lo sagrado, engolosina. Pero, ¿tiene que ver con el Dios verdadero? ¿Conduce a Él?

Santa Teresa Benedicta de la Cruz escribía, en "Ciencia de la Cruz", que "una decisión real y auténtica no es posible, en definitiva, sino desde el hondón del alma. Porque nadie está por sí en situación de abarcar con su mirada todos los motivos y contramotivos que hacen oír su voz en una decisión. Cada cual sólo es capaz de decidirse como mejor puede, conforme a su saber y conciencia, dentro de lo que se le alcanza.

"Pero el hombre creyente sabe también que hay Uno, cuya mirada no está limitada a ningún horizonte, sino que abarca en realidad todo y todo lo penetra".

"Quien vive con la certeza de esta creencia, prosigue, no puede ya en su conciencia descansar en el propio saber. Por consiguiente, deberá saber esforzarse por conocer lo que es justo y verdadero a los ojos de Dios".

Éste es el nudo de la cuestión. Sin la sabiduría de la cruz, uno queda expuesto no sólo a las ofertas del mercado, como en cualquier otro orden de cosas. Eso que Beatriz Sarlo llama "la amable espiritualidad". Y afirma que, "a diferencia de las grandes religiones históricas, el `nuevo espiritualismo' es cómodo. No se necesita militar todo el tiempo para beneficiarse". La New Age, el ocultismo y las más diversas fórmulas aparecen y se renuevan constantemente, ofreciendo la resolución de los problemas y dando felicidad. Pero el hombre también está acechado por las apetencias y los desbordes del ego, que aspira a convertirse no sólo en medida para sí. También en la vara que encuadra a los otros.

De algún modo, asistimos a ese costado oscuro de la historia, que configura la muerte del hombre. Y encuentra sus expresiones más crudas y atroces en la colonización de los pueblos, el Holocausto del cual Auschwitz es como una especie de símbolo, y se prolonga en las formas infrahumanas de vida de grandes masas de la población de los países pobres. Un cuadro, en fin, que parece traducir el eclipse de lo humano en nuestro mundo. De todo lo cual la fe teologal no puede sino hacerse consciente. Y ser como el eco del grito sufriente de hombres y pueblos a los que Dios escucha (Ex. 3, 7). Y de su aspiración a la justicia. Sobre todo, teniendo en cuenta que Jesucristo vinculó el anuncio de su venida al hecho de que los ciegos ven, los cojos andan... y a los pobres les es anunciada la Buena Noticia (Lc. 4, 18; Mt. 11, 4).

"Nosotras somos contemplativas, no activas", decía la Madre Teresa de Calcuta. Y valga su testimonio en un mundo hiperactivo. "Nuestra principal ocupación es la oración. Sin ella, nuestra vida carecería de sentido. Las hermanas son simples mujeres; pero son almas de oración. La oración ensancha el corazón, hasta hacerlo capaz de contener el don de Dios. Sin Él no podemos hacer nada...". No es verdad que la indiferencia o el hastío se devora a los buscadores de sentido. A los que se empeñan en testimoniar que hay un más allá de la experiencia inmediata. Cansados de la vacuidad de la vida, del sinsentido del sólo producir y consumir, del desvelarse por tener sin pensar en ser, no pocas personas dan muestra de su sed espiritual. De su experiencia acerca de la dimensión trascendente del hombre y de la vida.

En la historia del pensamiento humano, Sartre reconoció que sólo una vez encontró a Dios. Pero el encuentro fue tan breve y determinante que resultó suficiente para que se alejara para siempre de Él. Por su parte, la Escritura da cuenta de Job, que le hacía interminables reproches a Dios. Pero es alentador y significativo comprobar que, luego de blasfemias que parecían no tener fin, y estar -en cambio- animadas de un particular empecinamiento, Job concluyó así, de un modo liberador. "Y Job respondió a Yahveh: Sí, he hablado de grandezas que no entiendo, de maravillas que me superan y que ignoro. (Escucha, deja que yo hable; voy a interrogarte y tú me instruirás). Yo te conocía sólo de oídas; mas ahora te han visto mis ojos" (Jb. 42, 1-6).

Con estas palabras, Job reconoce que no conocía al Dios verdadero, sino sólo al ídolo concebido a la medida de sus deseos. ¿Puede ser que nos ocurra otro tanto? ¿Que necesitemos decir "Amén", es decir, asentir hasta lo último a la solidez de Dios?

¿Seremos capaces de reconocer el Rostro de Cristo, el enviado del Padre, en toda clase de afligidos? ¿De repetir con el salmista: `Señor, Tú eres mi Dios, yo te busco desde la aurora; mi alma tiene sed de Ti'? (Sal. 63, 2). ¿Y que todo no acabe en el momento, sino que estemos dispuestos a trazar la huella del Reino en nuestro mundo?