El sendero de los dioses
Por Jesús María Cello (*)

Anoche Cortázar apareció en mi casa y de la mano de la maga me invitó a jugar a la rayuela; fue imposible negarme, sólo me bastaba un salto para llegar al cielo.

Charlamos sobre la inmortalidad de sus libros, sobre el cansancio eterno que le dio la muerte; viajes, homenajes, conferencias, tuvo que seguir escribiendo en secreto, con otros nombres.

Después vino Borges, nació de la complicidad de sus espejos y me legó algunas palabras posibles sobre la historia de la eternidad, el sitio exacto de las ruinas circulares y ciertas magias inútiles sobre el amor. Aún recordaba nuestro breve encuentro en 1981, tras los cortinados azules de un escenario teatral; estaba irónicamente feliz, había dejado en el mundo excelentes imitadores.

Cuando Cortázar lo invitó a sentarse, Borges le obsequió un libro de arena.

A la madrugada, cerca de las tres, Arlt llegó con un juguete rabioso entre las manos y en compañía de un rufián melancólico.

Cuando ya despuntaban los primeros rayos de sol, llegaron juntos Carver y Bukowski; como no podía ser de otra manera, habían estado toda la noche entre putas y botellas. Sobre la mesa, Carver dejó tres rosas amarillas y Bukowski, su gorra de cartero.

El rufián melancólico se enamoró de la maga y le ofrendó las rosas amarillas; Arlt se probó la gorra de cartero frente a los espejos de Borges y escapó en su bicicleta.

Carver se quedó hablando con los seres imaginarios de Borges y Bukowski bebió sin parar sobre mi sillón anaranjado.

En la silla de madera, quedó el juguete rabioso, que me observa con una sonrisa silenciosa mientras escribo estas palabras.

(*) Texto publicado en el número 6 de la revista Escribir, mayo 2005