Anoche Cortázar apareció en mi casa y de la mano de la maga me invitó a jugar a la rayuela; fue imposible negarme, sólo me bastaba un salto para llegar al cielo.
Charlamos sobre la inmortalidad de sus libros, sobre el cansancio eterno que le dio la muerte; viajes, homenajes, conferencias, tuvo que seguir escribiendo en secreto, con otros nombres.
Después vino Borges, nació de la complicidad de sus espejos y me legó algunas palabras posibles sobre la historia de la eternidad, el sitio exacto de las ruinas circulares y ciertas magias inútiles sobre el amor. Aún recordaba nuestro breve encuentro en 1981, tras los cortinados azules de un escenario teatral; estaba irónicamente feliz, había dejado en el mundo excelentes imitadores.
Cuando Cortázar lo invitó a sentarse, Borges le obsequió un libro de arena.
A la madrugada, cerca de las tres, Arlt llegó con un juguete rabioso entre las manos y en compañía de un rufián melancólico.
Cuando ya despuntaban los primeros rayos de sol, llegaron juntos Carver y Bukowski; como no podía ser de otra manera, habían estado toda la noche entre putas y botellas. Sobre la mesa, Carver dejó tres rosas amarillas y Bukowski, su gorra de cartero.
El rufián melancólico se enamoró de la maga y le ofrendó las rosas amarillas; Arlt se probó la gorra de cartero frente a los espejos de Borges y escapó en su bicicleta.
Carver se quedó hablando con los seres imaginarios de Borges y Bukowski bebió sin parar sobre mi sillón anaranjado.
En la silla de madera, quedó el juguete rabioso, que me observa con una sonrisa silenciosa mientras escribo estas palabras.