Anotaciones al margen
Pesadillas para insomnes
Por Estanislao Giménez Corte

El esclavo

Ha agotado sus días estudiando. La embriaguez de escuelas, corrientes, citas, lo abruma de modo tal que no puede desprenderse de la cadena de siglos de historia que lo atan. Sin esas muletas que forman su abyecta erudición es incapaz de escribir un verso propio o de divulgar una idea original o de hablar sin objeto de aparente lucimiento. En la noche prescinde del descanso: repite aforismos, máximas, fechas de nacimientos y muertes. Sabe que esa sapiencia de modesta repercusión es todo en él. Lo aterroriza la idea de que un día cualquiera su memoria falle, que sobrevenga un lapsus, que implosione esa lastimosa construcción mnemotécnica y se descubra que su única virtud es la apagada repetición de lo que otros crearon. Inmerso en ese dilema le llega el alba.

El político

En el café profesa doctrinas, en su habitación comanda ejércitos de ideas salvajes. Hurta lugar a otras voces en la plaza pública. El día de su ejercicio, ascendido a la picota por sus obsecuentes, enmudece su retórica, se paraliza su verba, espantada por el terror inconcebible de hacer. Imagina, cuando la oscuridad, que lava su fama en un gran acto público que nunca llega.

El ciego

Escruta en las madrugadas las religiones milenarias, las filosofías, los enigmas; hunde sus manos en las literaturas, penetra en las tradiciones científicas, con certero ojo crítico. No puede ver a su prójimo, congelado de indiferencia a su lado.

Él solo

Piensa en la noche como una pregunta. Piensa que es un pesado río turbio que debe remontar, la noche, pero que puede ser también un bálsamo para olvidar las tragedias de la vigilia. Piensa en la noche como en una pregunta vacía, cada vez que percibe que no hay aliento alguno a su lado. Piensa que podría ser un preaviso del edén, si en la noche hubiera un aura a su costado. Piensa que, si alguna respuesta hay para él, está allí, en la noche, a la que le respira cada segundo como exigiendo que, alguna vez, desde uno de los cuatro costados en los que se dispersa su oxígeno, se adivine el de una compañía.

El creyente

Busca siempre, se repite cada noche, aunque no encuentres revelaciones ni el terroso camino de estacas; arrastra la piedra, que a granito mute, cual borrosa analogía del Cristo carga con altivez la cruz, se dice para los adentros, con ansia, mientras la ciudad calla. Aunque le han enseñado que fe y razón pertenecen a categorías diferentes y no pueden estar en conflicto, él atraviesa la noche, lento, buscando secretamente una señal que le confirme esa fe suya que tambalea, frágil, ante los encantos impíos de la noche. Reza para ahuyentar los apetitos y entiende el amanecer como un premio a su esfuerzo.

El tímido

No hubo razón para que lo evidente a todas luces se demorase en esperanza, se lamenta. No debería haber habido esta espera, este cansancio. No hubo histerias ni mentiras, ni el acoso ni la sugerencia, ni desengaños ni el vacío ni la rutina. Ni la desesperación del fin ni la adrenalina del comienzo. No hubo nada por lo cual pueda alguna vez dejar de amarla, se lamenta, simplemente porque nada hubo. Ni siquiera el rechazo. Y enciende un cigarrillo más, después de beber la noche como a la cicuta, al momento en que de súbito clarea detrás de los edificios.

El poeta

Con excitación de amante primerizo espera la noche el poeta, que llega y trae consigo la despedida, que hincha de tristeza su corazón, que lo arroja a atravesar la noche pretendiendo ponerle palabras a esa asfixia, que lo condenará a vagar por papeles y tintas, hasta el retiro de las sombras.

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