ANOTACIONES AL MARGEN
Rachmaninoff y el mono
Por Estanislao Giménez Corte

Obertura o excusa

Antes de abordar el lector la segunda línea se habrá anoticiado de que este periodista es poco más que un neófito en música clásica. Muchos han intentado, infructuosamente, contagiarme sus encantos. La influencia de la música popular, la incapacidad para apreciar los trazos de tinta que cruzaron el pentagrama con pulso de genio, abortaron la posibilidad de que admirase como corresponde unas líneas de violines o un "moderato". Pido por ello, a los entendidos, una cierta piedad. Pero para alguien que pretende escribir, la manifestación del deseo tiene el peso, casi, de una revelación: una vez aparecido el tema es imposible dejarlo. Así, una de estas mañanas recordé como en un déj‡ vu aquella película, "Claroscuro", de 1996, en la que el protagonista debe interpretar el famoso concierto del autor ruso. Apliqué esta lógica: debo escribir algo sobre esa melodía inenarrable, aunque la empresa no sea más que el intento de un niño que con su mano quiere asir el océano; aunque más no sea la reacción de un primate al que se lo estimula con abstracciones.

Primer Movimiento

Al inicio irrumpe una atmósfera de enorme severidad, con notas graves, opresivas, lentas, en las que -a pesar de la alteración de las velocidades- se dejan resabios inequívocos de nerviosismo e intranquilidad. Pronto entran los violines; rápidamente enloquece el piano. La oscuridad de la música persiste, se dilata y desemboca, siempre, en una melodía tranquilizadora a la que, con variaciones, se vuelve una y otra vez, acaso para dar calma al oyente, tal vez para disipar los raptos asfixiantes que la anteceden y siguen. De ello se trata, en rigor, toda la pieza: "la" melodía aparece y desaparece. Los diversos instrumentos se aproximan o alejan de ella, pero (parece) buscan el instante adecuado para "caer" allí, como si de una columna vertebral se tratase. Los vientos, las cuerdas, "cercan" al piano en un juego de tensiones; éste sólo a instantes irregulares hace su aparición, para acallar o hacer retroceder a la orquesta. Más de una vez, responde yendo histéricamente a los agudos. Al promediar la obra, pareciera describirse una batalla o una huida, sobre un fondo de violines y vientos en que el piano repiquetea. Luego regresan la calma y la melodía, ejecutada por algo que parece un oboe.

Segundo y Tercer Movimiento

El ritmo se aquieta y surge, cada vez más potente, el piano. La orquesta retrocede y la obra nace así al único destino posible: aquella melodía agridulce, triste, maravillosa. Pero el descanso dura poco: ésta se reitera una y otra vez, ahondando el deseo que de nunca termine y dejando una enorme conmoción. Como a lo lejos, primero con los vientos, luego con el piano, se despliega y dispersa la melodía, de una dulzura indescriptible. Después se nos despierta brutalmente de esa suerte de pereza uterina: regresan la velocidad y la gravedad; se replican variaciones; se la subraya obsesivamente, antes de la calma final. Todo es silencio, después.

Pretender describir, con palabras, la explosión de sensaciones que produce una obra musical es una tarea que, bien vista, supone un reduccionismo atroz. Con todo, dígase que no hacerlo es, de alguna manera, negar o prolongar el deseo, postergar la intentona de descripción de esa "potencia emocional", querer callar con silencio la vibración de la última nota.>

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