Crónica política
Ilusiones del oficialismo, dilemas de la oposición

Es muy probable que Cristina Kirchner gane las elecciones, pero también es muy probable que su gestión sea muy accidentada. Con su agrio sentido del humor, Jorge Asís lo acusó a Néstor Kirchner de ser un mal marido, porque ningún hombre que estime más o menos a su esposa le transferiría tantos problemas. Las dificultades futuras de Cristina no empañan su gloria en tiempo presente. Todas las encuestas aseguran que gana en la primera vuelta, pero no hace falta mirar estas mediciones para aceptar que su consenso social es alto por partida doble: porque los beneficios del ciclo económico aún siguen lloviendo sobre su candidatura y porque la oposición está fragmentada y sus liderazgos son muy débiles.

Repasemos el pasado. En 1985 Alfonsín ganó su última elección, y a decir verdad su principal puntero fue el Plan Austral. Menem pudo gobernar durante diez años al promedio de un episodio de corrupción por semana, no por su carisma, sino por el plan de convertibilidad diseñado por Cavallo.

En 1995 todos sabían de la viscosa moral del riojano, todos sabían que tenía las manos sucias con infinitos negociados, pero una inmensa mayoría lo votó porque los beneficios de la convertibilidad todavía eran evidentes. En las sociedades consumistas se puede perdonar que un presidente sea ignorante y vulgar, pero la inestabilidad económica no se le perdona ni al más puro. De la Rúa, por ejemplo, llegó al poder con los mejores auspicios morales, pero soportó las consecuencias de una crisis recesiva y en dos años incineró una carrera política de veinticinco años. Las especulaciones acerca de su tontería congénita o su pusilanimidad son anecdóticas: el brillante intendente de Capital Federal devino presidente extraviado, no por sus limitaciones personales, sino por los efectos de una crisis recesiva a la que, efectivamente, no fue capaz de controlar.

Alguien dirá que los grandes estadistas se ponen a prueba en tiempos de crisis. Es verdad, pero es una verdad a medias. Hipólito Yrigoyen era un gran jefe de Estado, pero la crisis de Wall Street de 1929 lo tiró abajo a él y a todos los mandatarios de su tiempo. Los políticos de la república de Weimar eran brillantes, pero fueron devorados por las llamas de la inflación y su sacrificio dio vida al monstruo que conjuró la crisis inmediata al precio de condenar a la sociedad a una crisis futura mucho más devastadora; me refiero a Adolfo Hitler.

Que la economía y el poder condicionan a la política, es un tema que hoy los hechos parecen confirmar. De Menem se decía que en La Rioja hasta las piedras lo votaban, porque su liderazgo llegaba al corazón de los riojanos con la fuerza de una revelación. Hoy se sabe que la consistencia de su liderazgo no era su palabra bendita sino la chequera del poder, la misma que ahora usa Beder Herrera para derrotarlo. Los liderazgos, el carisma, no se construyen en el aire, no dependen de la sonrisa contagiosa de un demagogo, sino de las relaciones de poder que los sostienen.

No hagamos disquisiciones en el aire. La probable victoria del oficialismo en octubre no provendrá de la sonrisa de Cristina sino de la consistencia del poder. El noventa por ciento de esas condiciones derivan de circunstancias financieras y políticas, circunstancias que no dependen de la voluntad del gobierno. Los beneficios del ciclo económico todavía siguen dando dividendos, alcanzan para ganar las elecciones en octubre, pero no sé si van a alcanzar para gobernar cuatro años más y no sé si la nueva presidenta dispondrá de condiciones políticas e intelectuales para afrontar las tormentas que se avecinan.

Que la oposición esté fragmentada, habla con elocuencia de sus debilidades, pero también pone en evidencia la capacidad del oficialismo para impedir que se construya un bloque de poder alternativo. Desde los tiempos de Maquiavelo se sabe que ejercer el poder significa, entre otras cosas, impedir que se organicen quienes lo pueden disputar.

El humor de los opositores circula entre los espasmos de la impotencia y la parálisis de la resignación. Muchos hasta la fecha no saben a quién votar. Los más prácticos están esperando hasta la última semana y votarán al que esté mejor posicionado. Las posibilidades de ganar o de inquietar al oficialismo son tan débiles que hasta los más optimistas sólo aspiran a salir segundos. Lavagna y Carrió, por su parte, aseguran que ya están en la segunda vuelta. Formulada en esos términos, la manifestación es más una expresión de deseos que un dato de la realidad.

Se sabe que en cuarenta días pueden pasar muchas cosas, pero también se sabe que es muy difícil que en ese lapso las tendencias generales se alteren. El oficialismo puede ganar en octubre porque la orientación general de la economía y la política así lo sugieren; la oposición puede ganar si ocurre lo inesperado. Entre las certezas triunfalistas del oficialismo y las ilusiones anémicas de la oposición, la lógica implacable del poder se inclinará hacia la previsibilidad, su sitio más cómodo y confortable.

Estas seguridades son compartidas por amplios sectores sociales. Ocurre que la seguridad que despierta el calor oficial es siempre más confiable que las zozobras que genera una oposición débil. Como decía un amigo: "Nadie tira la camisa por más rota que esté sino tiene algo mejor para ponerse". Las sociedades, en ese sentido, son conservadoras y hasta cuando se inclinan por el cambio lo hacen porque entienden que el cambio es la garantía más sólida del orden.

Atendiendo a estas consideraciones, habría que decir que habrá que resignarse a cuatro años más de kirchnerismo. La victoria del oficialismo no sería tan grave si existiera una oposición que -representando por lo menos al treinta por ciento de la ciudadanía- estuviera en condiciones de controlar los actos de gobierno y presentarse ante la sociedad como la sucesión confiable a un oficialismo que inevitablemente va a declinar.

Por el momento esta oposición no existe o lo que existe no alcanza para satisfacer estas expectativas. El futuro, como siempre, está abierto a sus incertidumbres creativas y sorprendentes, pero ningún futuro se construye sobre la nada, todo futuro se insinúa a través de señales, a veces imperceptibles, a veces visibles.

Ante tanta soledad, aridez y desánimo, ¿por qué no pensar que el futuro de la Argentina hoy se está tejiendo en Santa Fe? Diría que lo que más se parece a una esperanza se llama Binner, por lo que él es, pero también por lo que representa. Ese equilibrio entre sensatez y convicciones, entre sentido común e ideales, es algo diferente a ese escenario de cinismo tan en boga.

Tengo buena memoria histórica, pero desde los tiempos de Amadeo Sabattini en Córdoba no recuerdo que una elección provincial haya movilizado tantas ilusiones. El modo de construcción política, convocando a las amplias mayorías, las propuestas que movilizan lo más sano de una sociedad, introducen otra variante para pensar un poder desgastado por el desencanto. No, no me desagrada pensar que el futuro está en Santa Fe, siempre y cuando, claro está, los titulares de ese futuro sepan en los próximos cuatro años estar a la altura de las expectativas que supieron despertar.

Rogelio Alaniz