Al margen de la crónica
Una de terror (urbano)

Empieza como un temblor que va movilizando el cuerpo, sacudiendo impiadosamente las partes más blandas y descentrando las más duras: los huesos parecen salirse de su eje y los dientes, a menos que se esté preparado y uno logre resistir el gesto reflejo de asombro que mantiene abierta la boca, no paran de rechinar. Más adelante ocurre el sacudón y conviene en esos casos tener la mano -y todo lo demás- bien firme para no deslizarse del asiento. A veces, el corolario de toda la historia es un golpe bajo, esos que impactan y dejan una marca difícil de borrar en el cuerpo y en la memoria.

El itinerario suele estar plagado de altibajos, momentos en que nos sentimos en la cúspide y otros en los que descendemos sin remedio hasta la mayor de las profundidades. Pero no se puede parar, hay que llegar hasta el final, obligarse a mantener los ojos bien abiertos, y evitar el atajo o la negación para ser coherentes con una elección que -salvo que se argumente falta de datos- ya se sabía riesgosa de antemano.

No son los estados de ánimo que se suceden en una película de suspenso lo que se describe, tampoco las consecuencias de algún trastorno severo. Es una descripción -¿exagerada?, ¿piadosa?- de las etapas que atraviesan quienes ponen manos al volante... o al manubrio.

Circular por las calles de la ciudad no es tarea sencilla. Sea cual fuere el vehículo que se elija, habrá maniobras que improvisar, pianitos que padecer y lomos de burro que superar, con el menor perjuicio posible para el organismo y para el medio de transporte individual o colectivo que cada uno elija. Y baches también. Porque hubo repavimentación, hubo otra repavimentación, hubo explicaciones sobre la acción que agentes naturales y artificiales producen sobre el asfalto. Pero aún así, viejos y nuevos pozos siguen convirtiendo muchas de las calles céntricas y no tanto en verdaderas pistas con obstáculos. Como un videojuego, pero de terror y en la vida real.