Permanecen allí esperando la vivienda que les prometieron
Ocho familias todavía habitan en los pabellones de la Ruta 168

Dicen que lo único que no se pierde es la esperanza. Y así lo corrobora Miguel Ángel Retamoso, un hombre de 45 años que, entre otras personas, habita en uno de los pabellones que dispuso la Municipalidad sobre la vieja traza de la Ruta Nacional 168. Oriundo de la zona costera, Miguel Ángel llegó el 13 de febrero a una de las estructuras de chapa sin elegirlo. Su vivienda se destrozó con la última inundación y no tuvo "otra opción". Confiado en que no permanecería en los pabellones durante mucho tiempo, lleva una estadía de casi diez meses: sobreviviendo como puede y haciendo lo imposible para obtener el sustento diario.

Fue antes de la inundación de marzo que el municipio armó los pabellones. La finalidad de los mismos, según lo anunciado en reiteradas oportunidades, era contener a personas en situaciones de emergencias para luego desmantelarlos y que puedan servir en futuras contingencias. Sin embargo, los bloques siguen empotrados sobre la ruta mientras ocho familias, que aproximadamente suman un total de cuarenta personas, esperan que desde la Municipalidad cumplan con lo prometido: la entrega de una vivienda en algún alejado plan habitacional.

De mal en peor

"Ni bien llegamos, todo funcionaba de diez", reconoce la gente que aún está alojada en los calurosos y oscuros boxes. Y agrega: "Pero las raciones de alimentos no llegan hace dos meses y durante una semana estuvimos sin agua".

Carmen y Osbando, ambos de 73 años de edad, arribaron en marzo. Vivían en una casa de Barranquitas que desapareció con el paso del agua y ansían poder tener otro hogar. Es que, argumentan, "habitar el pabellón no es fácil y mucho menos, cómodo".

El matrimonio, junto a un nieto varón, subsiste en el lugar gracias al cirujeo. Para ello, Osbando recorre la ciudad y junta botellas plásticas que luego vende; obteniendo entre cinco y ocho pesos diariamente.

"Antes nos traían mercadería pero ahora no recibimos nada más. Estamos abandonados y a la deriva. Nos habían prometido una casa. Nos dijeron que tengamos paciencia, que esperáramos, que estábamos anotados en un plan...", dijo la mujer.

Un paquete de arroz, azúcar, harina, fideos y un litro de leche era lo que recibían hasta hace unos meses desde la Municipalidad; con lo que "se podía tironear unos días". "Guisos, huesos hervidos y sopas son nuestras comidas de todos los días", dijeron.

Sobre cómo se higienizan, contaron que calientan agua y se bañan adentro de las estructuras de chapa porque las duchas que colocó la Municipalidad durante la catástrofe pluvial, en un box especialmente para ello, "no funcionan hace siete meses".

Olvidados

Aguas Santafesinas es la empresa que, dos veces por semana, debería llenar un tanque de una capacidad de 2.500 litros para que la gente de los pabellones pueda disponer del líquido vital. Sin embargo, el camión no pasó durante una semana completa. "El tanque no alcanza para abastecer al número de personas que somos y queda vacío a los pocos días. Sin embargo, Assa se toma su tiempo en venir y acordarse de nosotros", dijo Miguel Ángel Retamoso.

El hombre es identificado por sus vecinos como el vocero del grupo porque es quien llama telefónicamente a la empresa y realiza los reclamos que, generalmente, se esfuman en la típica frase "no se preocupe, ya vamos a ir".

A paso lento, Mariela Pérez se acercó al diálogo. Tiene 23 años y en sus brazos llevaba a Miguel Ángel, el menor de sus tres hijos y a quien El Litoral conoció cuando tenía pocos días de vida. "Sigo igual de preocupada por el futuro de la salud de mi hijo en estas condiciones, aunque me tranquiliza que la doctora me haya dicho que él está bien de peso", dijo.

Por último, remarcando que se sienten mal y que no llevan la vida de antes, las familias que habitan en los pabellones despidieron a El Litoral esperanzados en que la próxima visita sea en las viviendas prometidas por la Municipalidad, que esperan desde hace tiempo.

Mónica Ritacca

Navidad entre chapas

Entre una nube espesa de moscas verdes y hostigantes, y un perro que intenta despulgarse, Carmen Ramírez, a sus 73 años, recibirá la navidad. Su piso, una tierra húmeda y discontinua; sus paredes, una pega de láminas de zinc; su tanque, un recipiente improvisado con agua de lluvia donde las larvas nadan a su antojo.

Allí Carmen pasó el invierno, allí vivirá el verano. Su calefacción son ráfagas de aire caliente que se desprenden del metal. Su baño, un hueco entre la tierra donde se estanca el agua. Todas las mañanas, Carmen trae el líquido del río, el mismo que, metros atrás, recibe los desperdicios de la Ciudad Universitaria. Lleva ocho días sin agua potable, deambula con su caminar lento, de un lado a otro, como un animal cautivo que se muere en vida. "Estamos abandonados", asegura, mientras su rostro de fruta seca se contrae y se humedece.

"Estamos viviendo entre las moscas y las ratas, y no se dan cuenta". Al caer la tarde, Carmen sale, con sus 73 años a cuestas, para recoger los desperdicios de alimentos, cartón y hueso que botan los comensales del centro. El cirujeo le genera los tres pesos diarios para comprar papas y entrañas de res. Hoy no saldrá por las sobras, "me robaron el caballo".

A esta mujer, cada día que llega parece sumirla más en la miseria. Una miseria sin fondo. Los pueblos latinoamericanos se debaten entre la tensión incontenible de crecer hacia sus periferias geográficas y sociales, hacia una permanente subnormalidad. Cada país crea formas distintas de llamar la exclusión: villa miseria en Argentina, ollas en Colombia, favela en Brasil, pueblo nuevo en Perú.

En un box contiguo al de Carmen, un hombre de 40 años me pide que tome una foto de su cuarto. Un arrume de ropa desperdigada, algunos platos sin poder lavarse y su infaltable nube de moscas. ¿Adónde enfocar? El hombre me señala una imagen sobre el zinc. "Es Gauchito Gil", me dice emocionado, "el santo de nosotros, los pobres de Argentina. Todos los días le prendo una vela para que nos ayude". La fe es lo más barato que se puede comprar.

Media hora después, guardo la grabadora. Carmen se despide, levanta su cuerpo y avanza con su caminar lento y cansado hacia el interior de su rancho.

Por Kevin A. García, periodista colombiano