Crónica política
El destino de Benazir Bhutto
Por Rogelio Alaniz

Benazir Bhutto fue una mujer valiente que amó al poder, que se propuso ser fiel a su linaje y que murió cumpliendo la ley de hierro de una familia que en los últimos veinte años vio desaparecer a través de la violencia a su padre y a sus tres hijos. Orgullosa, obcecada y lúcida, dicen que a su padre le prometió al pie del cadalso honrar su apellido.

Fue dos veces primera ministra, era sin dudas la política más popular de Pakistán, en Europa la consideraban una reina, pero ninguno de esos honores pasados la convenció de renunciar a sus compromisos históricos. Después de ocho años de exilio regresó a Pakistán sabiendo que una de las alternativas probables era la muerte. Apenas pisó la tierra de sus padres salvó su vida por un pelo. El jueves, en Rawalpindi, no tuvo la misma suerte.

Su muerte puede ser atribuida a Al Qaeda o al propio dictador Musharraf. Ambos tenían buenos motivos para liquidar a la candidata con más chances de ganar las elecciones convocadas para el 8 de enero. En realidad, habría que preguntarse hasta dónde el terrorismo islámico es tan ajeno al régimen de Musharraf. Si bien el dictador ha posado como pro occidental y se jacta de sus buenas relaciones con los Estados Unidos, todos saben que su policía secreta y sus asesores están penetrados por el fundamentalismo islámico y que en ese clima enrarecido por la corrupción y el fanatismo todas las conspiraciones son posibles.

Benazir era una mujer inteligente y ejecutiva. Pertenecía a una de esas familias que como los Gandhi o los Kennedy consideran que su destino es el poder. Como los personajes de Shakespeare, el poder -para los Bhutto- fue un destino más parecido a la tragedia que al privilegio. La mujer que vio como un dictador ahorcaba a su padre y como luego eran asesinados sus dos hermanos, sabía que ella muy difícilmente podría escapar a ese destino. Lo sabía y sin embargo afrontó las consecuencias de sus decisiones.

Hija y nieta de terratenientes, nunca supo ni pudo distinguir con precisión los límites entre su vida privada y su vida pública. Hablaba inglés a la perfección, con cierto acento colonial digno de las familias nativas que se educaron en el lujo, los beneficios y el boato del régimen controlado por los caballeros de su Majestad.

Su formación política era la de una académica, pero ni sus exquisitos modales ni su refinada cultura le impedían subirse a una tribuna y hablarle a los pobres con el lenguaje que ellos entendían. Popular o populista, reunía en su persona los vicios y las virtudes de esa concepción. Para bien o para mal Benazir era hoy la candidata democrática de Occidente. Y, a decir verdad, comparada con Musharraf o Sharif, sus virtudes cívicas estaban fuera de discusión.

Sin embargo, su encanto no autoriza a confundirla con un ejemplo de ética republicana. El Partido Popular de Pakistán (PPP) era un bien de familia, una propiedad de los Bhutto que Benazir manejó desde el exilio con la habilidad de una intrigante y el despotismo de una emperatriz. Muerto su padre, conspiró contra su propia madre, la bellísima Musrat Bhutto. Y después de derrotarla se hizo designar presidenta vitalicia del PPP, el gesto digno de quien concibe al poder como un patrimonio personal.

Decía que el cargo de primera ministra lo ocupó en dos oportunidades. En ambos casos lo debió abandonar rodeada de escándalos. Ella, por supuesto, siempre dijo que era inocente, pero las pruebas que había contra ella y su marido, Asef Alí Zardari, fueron concluyentes. Zardari siempre fue considerado un playboy, una suerte de Isidorito Cañones o de Juancito Duarte de Pakistán. Amigo de las ropas de marca, los autos caros y los hoteles selectos, estuvo siempre más cómodo en Europa que en Pakistán, por más que su esposa, en su afán de defenderlo, intentara compararlo con Mandela, algo tan desmesurado como comparar a Antonini Wilson con el Che Guevara.

En algún momento, Benazir designó a su esposo Ministro de Inversiones; pero para la Justicia, las inversiones más importantes fueron las que Zardari hizo a favor de su patrimonio personal. Como consecuencia de los escándalos financieros, el hombre fue condenado a ocho años de prisión. Su esposa debió optar por el exilio para no correr la misma suerte.

En Pakistán, pero no sólo en Pakistán, a nadie le debe extrañar que un caudillo popular sea corrupto y que sus seguidores no se sientan molestos por estas costumbres. A Benazir le decían la sultana de los pobres. Los pobres la amaban, entre otras cosas porque era un sultana, porque se desenvolvía con la misma soltura en Londres y en Karachi, en París y en Larfana, en Nueva York y en Islamabad.

Benazir podía conversar con Hillary Clinton o Felipe González, podía lucirse en una mesa redonda de alguna universidad europea explicando el pensamiento de Max Weber y Maquiavelo y podía hablar de igual a igual con el campesino de la región más miserable de un país en el que la inmensa mayoría de sus habitantes viven con dos dólares diarios.

Para las elecciones de enero era un secreto a voces que la candidata de los Estados Unidos era ella. Musharraf desde hace rato era visto con malos ojos por sectores de la administración norteamericana. El recambio confiable era Benazir, pero ya se sabe que en estas regiones la Casa Blanca puede influenciar, pero no puede hacer lo que quiere.

Pakistán desde hace unos años es un aliado de Estados Unidos. La alianza es tan poco confiable como la que existe con los jeques de Arabia Saudita. "Es lo que hay" es el principio con el que la diplomacia yanqui trata de resolver la cuestión del poder en estas tierras en donde las opciones son siempre más o menos trágicas: o militares y jeques corruptos, o sacerdotes fundamentalistas y fanáticos.

Pakistán es además una preocupación para Occidente por sus arsenales nucleares. El tema es delicado porque el poder atómico en mano de alguno de estos locos es un peligro para la humanidad. La muerte de Benazir Bhutto es una demostración de lo que son capaces de hacer personajes que han sumado al peligro de la bomba atómica el peligro de la bomba humana.

Históricamente, para los servicios de seguridad siempre fue un presupuesto de cualquier estrategia militar que sus enemigos partían del principio básico de respetar sus propias vidas. El terrorismo islámico vino a instalar a la bomba humana como un dato perverso y siniestro del siglo XXI, amenaza sobre la cual ningún dispositivo de seguridad puede responder.

No terminan allí las preocupaciones. La bomba humana incluye un proceso de alienación pocas veces visto en la historia de la humanidad. Convencer a alguien de que debe sacrificarse en nombre de Alá implica todo un proceso de destitución de la personalidad que ningún operativo de lavaje de cerebro en el pasado pudo concretar, ni siquiera los japoneses con sus célebres kamikazes. El sacrificio de la propia vida en nombre de un paraíso futuro, instala algo más que una metodología, instala una amenaza sobre la cual no hay, hasta el momento, recursos para afrontarla.

En 1950 Winston Churchill se preguntaba sobre cuál habría sido la suerte del mundo si Adolfo Hitler hubiera accedido a la bomba atómica. Más que una pregunta, el enunciado era una profecía sombría, porque así como no hay demasiados motivos para dudar de lo que hubiera hecho Hitler con la bomba atómica, tampoco hay motivos para dudar sobre lo que serían capaces de hacer los fanáticos islamistas si accedieran a ella.