Toco y me voy
Bombas de agua
Mientras por televisión vemos el increíble despliegue del carnaval brasilero, por estos pagos ya no hay quién tire una mísera bombita de agua. El carnaval, el baile, el espíritu festivo, los cuatro días locos que vamos a vivir, todo, está recluido, profesionalizado o prohibido. Esta nota no es explosiva. Pero es una bomba.

Ahí los vemos a nuestros amigos brasucas dando lecciones de vida: muchos racionalistas miran con desconfianza tanto derroche de plata y energía por unos pocos días, como si la vida (la que merece vivirse) no fuera precisamente eso: un rato en el que hay que poner y dejar todo. Pero a esa alegría envasada para la tevé, acá le oponemos una progresiva y creo que irreversible apatía y carita de culo: se terminó el carnaval antes de empezar. Es más, muchos ni sabemos cuándo es y, en el mejor de los casos, nos transformamos en espectadores de alguna comparsa que en algún pueblo del interior guarda todavía el fuego y el juego.

Pocos años atrás, el carnaval era una popular diversión a puro baldazo y bombita de agua, ese pequeño globo de látex que se llena de agua común y pedestre de la canilla y que se arroja sobre un ocasional transeúnte, en especial, los de sexo contrario. Todos jugábamos, todos nos divertíamos por muy pocos pesos.

Los bombitas de agua, que todavía se consiguen y venden, tienen el encanto de la practicidad; su carácter arrojadizo le da más recorrido que un baldazo de agua fría, aunque éste es inapelable: si te envocan, te empapan. La bombita es, en ese sentido, localizada: podés estar todo seco pero andar con la espalda o la cola mojada.

Bien hecha, con la consistencia justa, no debería causar daño alguno, como no fuera el enojo de que te mojen un poco. Algunos aviesos, le agregan poca agua, con lo que se arroja más lejos o duele más al impactar. Están los jodidos que superponen dos bombitas, con lo que logran mayor resistencia, mayor distancia, mayor capacidad de agua y mayor dolor. Malos bichos: eso no se hace, no estamos acá para que duela, sino para lo contrario, carajo. Otros, pretensiosos, la cargan mucho pero tienen como castigo que muchas veces se revienta en el camino, sin siquiera llegar al destino deseado.

Quien portaba por entonces una bolsa de bombitas tenía un tesoro que debía complementar con dos cosas: un balde con agua para depositar las bombitas armadas (una especie de polvorín, si quieren comparar) y un mapa mental detallado de todas las canillas de fácil acceso de la zona. No cualquier canilla: las de pico fino y alargado, que permitían colocar el cuello de la bombita sin que se salga con el paso y peso del agua.

Luego seguía un medido medio giro de la canilla para que entre armoniosamente el agua, con un suave rodar redondo (ya saben: esta columna se llena de poesía en verano) y el cierre justo a tiempo.

Proseguía un momento de alta concentración, que sólo podía ser zanjado por manos expertas (un chambón puede perder decenas de bombitas ahí, una suerte de frustrante eyaculación precoz): el atado de la bombita, el cierre mismo, la esencia que hace que ese objeto entre redondo y oboide sea realmente una bombita. Había que estirar el cogote de la bombita, manipular exactamente con dos o tres dedos el material y lograr el giro que cerraba el artefacto para transformarlo en la mortal arma arrojadiza que una buena bombita era y es.

Luego ya se podía salir confiado y orgulloso a la calle para buscar a la vecinita coqueta, a la aguerrida que te devolvía palo por palo y bomba por bomba, a la maligna esquiva, a la joven que se enoja, a la señora que dice yo no juego. Y allí, terroristas inocentes de verano, colocar una bomba...

Néstor Fenoglio