Un santafesino en Israel
Los judíos ortodoxos
Por Rogelio Alaniz

Jerusalén es la ciudad de los judíos ortodoxos. O por lo menos ellos pretenden que así sea. Por lo pronto, el actual intendente es de ellos. Según un amigo, los muchachos son imbatibles en su terreno porque el matrimonio más modesto tiene cinco hijos y el más prolífico ha llegado a sumar diecisiete. Con ese padrón de afiliados y militantes no hay partido laico que se les arrime en las urnas.

Los ortodoxos expresan la tradición más conservadora y anacrónica de la religión judía. No constituyen un grupo monolítico, entre ellos hay diferencias. Los motivos de estas divergencias los ignoro, pero son sutiles, bizantinas diría un católico, cumpliéndose así el precepto popular que advierte que donde hay dos judíos hay por lo menos tres sinagogas.

En sus líneas políticas fundamentales están de acuerdo: todos son conservadores y en algunos casos su fanatismo no los distingue de los fundamentalistas musulmanes, por lo que una vez más se certifica que todos los fanáticos se parecen.

El lugar que le otorgan los ortodoxos a la mujer en la vida cotidiana provocaría la envidia del jeque o ayatolá más severo. La mujer para ellos sólo sirve para dar hijos. Se las reconoce por sus vestidos largos, su mirada sumisa y la peluca con la que cubren sus cabellos. También en este tema me asalta un interrogante que aún no he podido responder. ¿Por qué religiosos de cualquier confesión tienen problemas con los cabellos de las mujeres?

Según me contaron, los matrimonios de los ortodoxos se arreglan entre los padres. Mejor dicho, son los padres los que acuerdan cómo y con quién se casan los chicos. En el amplio y luminoso lobby del hotel en donde estoy parando abundan las parejitas de ortodoxos. Llegan separados, se saludan con un tímido apretón de manos, se acomodan en algún sillón y acompañados de dos rigurosas botellas de agua mineral hablan entre ellos.

El conserje del hotel me contó que antes de casarse arreglan dos o tres encuentros como para conocerse. El encuentro se concreta en un lugar público, eximido de cualquier posibilidad de pecado o de cualquier tentación diabólica. Cumplidos menesteres tan eróticos y con el previsible bullicio alborotando la sangre, la parejita marcha al casamiento y, salvo excepciones, la pareja lo será hasta la eternidad, porque por supuesto, entre los ortodoxos el divorcio no está permitido. También están prohibidos los preservativos y cualquier intento de planificación familiar. En ese estado de libertad divina los hijos vienen en caravana.

Por último, los tendederos de ropas de los ortodoxos se los distingue porque los camisones o piyamas de las mujeres tienen un agujero en el centro, muy funcional para la procreación sin que los cuerpos se desnuden.

El otro espectáculo cotidiano digno de contemplarse es el de la multitud de judíos ortodoxos caminado por las calles. Nunca vi tantos. Distinguirlos es fácil; vestidos de negro de los pies a la cabeza; sombreros negros de alas anchas, sacos negros, pantalones negros, zapatos negros, parecen personajes sacados de la noche de los tiempos. Alguna vez en Buenos Aires vi uno que otro un sábado a la tarde, pero en esta ciudad son multitud y la multitud está integrada por todas las edades. Hay viejos de respetables barbas blancas, ortodoxos jóvenes con sus patillas enruladas, pero lo que más me sorprende y lo que más me impresiona son esos adolescentes ortodoxos, casi niños, vestidos con la solemnidad de un pope, con esa ropa que siempre parece que les queda grande porque los cuerpitos aún son de niños y la ropa es de viejos.

Hablar con los ortodoxos es muy difícil porque además de muy cerrados, en general sólo hablan el idish y en algunos casos el hebreo. Y digo "en algunos casos" porque algunos de ellos consideran que el hebreo es un idioma sagrado que sólo está permitido hablarlo en ceremonias religiosas.

Manuel, un santafesino laico que los frecuenta, dice que son muy austeros, muy correctos, pero muy cerrados, muy ortodoxos en definitiva. Su bondad, su amabilidad no debe llamar a engaño. Es la de los fanáticos de todas las religiones, es esa aparente modestia de la que se valen quienes están absolutamente convencidos de que la razón está de su parte y que ninguna duda, ninguna inquietud logrará penetrar esa coraza de dogmas y anacronismos.

Los ortodoxos en Israel tienen su propio partido y representan un quince por ciento del electorado, pero en Jerusalén pueden llegar a ser alrededor del cuarenta y cinco por ciento. No hacen política, porque no defienden los intereses generales de la sociedad sino los suyos propios. Toda su actividad se reduce a obtener beneficios para su religión: presupuestos para sus escuelas y sinagogas, garantías de control sobre los alimentos, ya que en Israel ellos son los que determinan lo que se debe o no se debe comer.

Los éxitos que han logrado para su fe son sombríos e irritativos. Los ortodoxos no pagan impuestos, tampoco trabajan porque se dedican a estudiar la Torá, pero lo más curioso es que gracias a una discutible concesión de Ben Gurion tampoco hacen el servicio militar, ese servicio que hasta el último joven israelí cumple para defender a su patria con las armas en la mano.

Lo más lindo es que ninguna de esas concesiones los compromete en la defensa de Israel. Es más, algunas de sus corrientes internas consideran que la creación del Estado de Israel fue una herejía porque nada de esto se puede hacer antes de la llegada del Mesías.

Digamos que los muchachos aprovechan del sistema todos sus beneficios, pero no están dispuestos a hacerse cargo de ninguna de sus exigencias. Esta situación provoca malestar en el ciudadano común de Israel que se resiste a admitir privilegios tan injustos. Los ortodoxos no son muchos, pero su poder es grande, demasiado grande.

Por voluntad de ellos, el sábado todos los servicios se suspenden y en Jerusalén los negocios tienen prohibido abrir sus puertas. Sin embargo, los únicos autorizados por el Estado para celebrar matrimonios son los ortodoxos. La concesión es importante porque en Israel el matrimonio civil no está legislado, con lo que se demuestra que en ese tema Israel no ha hecho aún lo que en la Argentina se hizo en tiempos de Sarmiento y Roca: las leyes laicas y la separación de la Iglesia del Estado.

No son violentos, dicen estar en contra de las guerras, pero la mayoría de ellos se oponen a un acuerdo de paz con los palestinos. Se niegan a devolver tierras ocupadas y no quieren oír una palabra sobre la división de Jerusalén. Para ellos el conflicto no es político, es religioso: las tierras son sagradas porque así lo ordena la Biblia.

El primer ministro Rabin no fue asesinado por razones políticas, sino religiosas. Matar está prohibido siempre y cuando no se ataque la voluntad divina. Con sus tratativas de paz Rabin lo estaba haciendo y por lo tanto fue asesinado. No todos los ortodoxos apoyaron ese crimen, pero a decir verdad tampoco se entristecieron demasiado.