Opinión: OPIN-01 Los jueces ante el poder político

Las denuncias del presidente de la Asociación de Magistrados de la Justicia Nacional, en el sentido de que los jueces no se atreven a investigar a funcionarios en ejercicio porque no cuentan con suficientes garantías para ello, puso de manifiesto, a través de una voz calificada, una idea ya instalada en la comunidad y la vinculó a cuestiones que forman parte de una particular y riesgosa concepción del ejercicio del poder.

En rigor de verdad, el hecho de que difícilmente los actores del poder político sean sometidos a la acción tribunalicia mientras están en sus cargos puede obedecer a distintas razones. Una de ellas son los propios tiempos de la Justicia, que no suelen compadecerse con las urgencias de la opinión pública. Otra es que el solo hecho de ocupar un cargo público implica estar expuesto al riesgo de una verdadera metralla de presentaciones judiciales, tanto de los damnificados o disconformes producidos por medidas de gobierno, como por parte de quienes buscan explotar políticamente un aparente flanco débil o, simplemente, se sienten obligados a señalar un acto que sólo eventualmente configura una ilicitud. Una tercera razón, por fin, es -como argumentó una legisladora oficialista- la conciencia del impacto político de una acción judicial sobre otro poder y el efecto que eso pueda tener para una gestión en curso, cuando no se cuenta con elementos suficientes para establecer la gravedad y la urgencia de proceder al respecto.

Naturalmente, la más peligrosa de todas estas razones es la presentada por el representante de los jueces nacionales. Si bien la cantidad de denuncias que suelen sufrir los funcionarios y la recepción que éstas puedan tener en la opinión pública no siempre se compadecen con la realidad, también es cierto que, cuando se producen episodios de malversación de fondos, abusos de autoridad, incumplimiento de los deberes de funcionario público o, sobre todo, de corrupción, la prueba de los mismos es habitualmente de difícil obtención. Pero esto se agrava si los magistrados, por antecedentes objetivos o percepción subjetiva, se escudan en el temor para no avanzar al respecto.

La sola producción de este estado, aun cuando no llegase a materializarse en resoluciones -o en falta de ellas-, es un intolerable desmedro a la democracia, que los propios magistrados tienen las prerrogativas y la obligación de enfrentar. El miedo a perder el puesto es humanamente comprensible, pero no puede operar como una excusa desde el punto de vista institucional y de las responsabilidades hacia toda la sociedad que ese puesto entraña. Afortunadamente, hay jueces y fiscales que lo entienden así y no sólo batallan contra el poder político, sino contra las propias deficiencias del sistema que integran, algunas de ellas, atinentes a sus propios pares.

Las presiones de la actual gestión sobre el Poder Judicial y la manipulación del Consejo de la Magistratura para tener incidencia decisiva sobre las designaciones y amenazas de sanciones son inocultables y deben ser combatidas. Pero eso también compete, al menos en parte, al Poder Judicial, cuyos miembros no pueden excusarse refugiándose en el papel de simples víctimas.