Nosotros: NOS-01
TEMA CENTRAL / SOCIEDAD
Cuando el interior es el centro
Pensionados: probar suerte en la capital. Antiguas construcciones en estado precario, donde se convive con gran cantidad de gente desconocida, suele ser el primer techo de quienes deciden probar suerte en Buenos Aires. Las pensiones albergan, entre las cuatro paredes de una habitación convertida en casa, sueños y esperanzas, necesarios para atravesar la soledad y -muchas veces- la falta de confort. Aquí, pinceladas de la vida dentro de los pensionados... en primera persona. textos de María de los Ángeles Alemandi.

Vivir en Buenos Aires y ser del interior. Las personas tenemos raíces que se extienden a lo largo de la vida, se hacen fuertes, se entrelazan con otras y nos atan a un lugar, a un tiempo, a otras personas. Pero a diferencia del árbol, nuestras raíces no nos inmovilizan sino que nos recuerdan constantemente de dónde venimos.

Somos muchos los santafesinos que de un día para otro nos encontramos viviendo en Capital Federal. Y si bien todos los que provenimos del interior nos confundimos en la multitud con los capitalinos, cada quien conoce sus particularidades y esa infinidad de pequeñas diferencias que nos hacen celebrar la diversidad.

Uno es de Santa Fe en cualquier lugar del mundo. Porque el lugar donde nacimos es un sentimiento que se lleva en la sangre, en la memoria, en los recuerdos y en la tonada.

Comenzar una nueva vida en la ciudad donde muchos creen que atiende Dios, no es fácil ni aburrido. Es, por definirlo de alguna manera, un desafío cotidiano. Y si empezamos por uno de esos desafíos que nos presenta a diario la gran ciudad, tenemos que hablar de vivir en pensiones.

Un barrio detrás de una puerta

Buscar un lugar donde vivir es una odisea en Buenos Aires. Alquilar, para quien llega con el bolso a cuesta en búsqueda de trabajo, es prácticamente imposible porque son muchos los requisitos que las inmobiliarias exigen, empezando por el más simple: recibo de sueldo. Permanecer en un hotel suele ser impensado por los altos costos. Con suerte, algún familiar lejano o un amigo nos puede ofrecer hospedaje un par de semanas en un exceso de generosidad, pero tampoco representa ésta la solución. Entonces, al final del camino están ellas como la mejor trinchera: las pensiones.

En Buenos Aires existen miles, pero la mayoría no están visibles ante los ojos del recién llegado, hasta que alguien o algo las delata: los encargados de edificios, los almaceneros o los empleados de los puestos de revistas, que brindan información gratuita al que las busca sin fatiga; los balcones sobrepasados de cosas y de ropas tendidas; o los carteles que cuelgan junto a los timbres para anunciar que "no hay habitación disponible".

Detrás de cada puerta que se abre, uno descubre una pequeña comunidad con sus estrictas reglas. Y, si puede darse el gusto, elige.

Una habitación que se hace casa

Buscando reinventar mi hogar toqué el timbre de una casona vieja, siguiendo el consejo del portero del edificio de enfrente. Llevaba días golpeando puertas. Cuando la encargada me atendió y dijo que tenía una habitación disponible, supe que mi barco había encallado.

Me invitó a pasar. Subí detrás de ella tres escalones y luego atravesé una puerta que tenía una calcomanía con la consigna "El silencio es salud". No quedaban dudas de que estaba pegada sobre el vidrio hacía más de 30 años, y provocaba el escalofrío y la repugnancia de la época de la dictadura. Pero, más allá de la lectura que uno pudiera hacer, aquí la frase atendía a otros fines.

El hotel familiar estaba muy cuidado. Los pisos encerados y las paredes pintadas en dos tonos resaltaban su ornamentación. Había cuadros de la década del 80 colgados por doquier y muchos cestos de basura, un detalle digno de nombrar, aunque parezca minúsculo.

Después avanzamos a través de una escalera de madera muy conservada. En el segundo piso aguardaba la habitación disponible. Era oscura, con muebles muy deteriorados y las paredes algo descascaradas, pero tenía algo que valía oro: baño privado.

Me gustó y la empecé a "decorar" con el pensamiento. Era la primera que me convencía después de visitar decenas y -lo más importante- la podía pagar. Alquilé simplemente porque fui digna de la confianza del dueño.

La paciencia es necesaria

El estado estructural de estas casonas es otro tema que las caracteriza. Generalmente, son construcciones muy antiguas y sus instalaciones no están preparadas para el uso de una importante población de moradores. Pero, además, por ejemplo, está estrictamente prohibido tener estufas en los cuartos, con lo cual los días de bajas temperaturas suelen ser difíciles.

Por otro lado, están permitidas las visitas, aunque el problema es que -generalmente- no se dispone de un lugar para recibirlas porque sólo se cuenta con dos sillas por habitación.

Estos "hoteles" tan particulares, tan llenos de vida y esperanzas, tienen -sin embargo- un costado interesante que debemos reconocer: sabiendo buscar, se puede encontrar en ellos un lugar digno donde vivir hasta que la suerte cambie, un lugar desde el que dar batalla en la búsqueda de nuestro próximo destino.

Escenas cotidianas

EL VECINO Y YO

Tras días de vivir en la pensión conocí al vecino, Pancho, que -entre mates- una tarde me contó su historia: "Soy de Santiago del Estero, me vine a vivir a Capital hace 15 años, porque dejé los estudios y porque quería ser futbolista, pero no pudo ser. Llegué y tuve que empezar a trabajar porque la vida era difícil y había que comer. El primer empleo fue en el área de la gastronomía y hoy aún sigo siendo mozo. Siempre viví en hoteles familiares, al principio con unos primos y ahora alquilo una habitación privada. En ese momento había más lugares disponibles y a un precio más barato que el actual, pero las piezas eran todas compartidas. Desde hace aproximadamente 10 años estoy en esta pensión y por ahora no me pienso ir. Yo acá estoy tranquilo, me sale menos que el alquiler de un departamento y no tengo que pagar impuestos. Además, me gusta porque estoy cerca del trabajo", decía Francisco, sonriente con sus 43 años. Parecía a gusto con la vida que llevaba entre esas cuatro paredes que nos cercaban.

Son distintas miradas de una misma realidad. Pero aunque mi caso era otro y me estadía prevista era breve, en aquel momento a ambos nos cobijaba el mismo techo y había que adaptarse a las circunstancias.

Esto implicaba: que todas las personas que vivíamos en el mismo piso utilizáramos el mismo baño y que cada vez que alguien sintiera la necesidad de llegar hasta allí no olvidara los utensilios (su jabón, su toalla, su papel higiénico), porque -de lo contrario- podía encontrarse en apuros.

Además, se comparte la cocina, que disponía -en este caso- de varias hornallas pero no de horno y donde los pensionados se limitan a preparar el menú para luego almorzar o cenar en sus cuartos y, finalmente, volver para lavar la vajilla que es personal.

A esto debemos sumarle que en algunas pensiones existen heladeras de uso común, pero en otras -como ésta- no hay, por lo que una minoría tiene refrigeradores bajo mesadas y el resto aprende a vivir sin ellas.

Tras una nueva vida

La demanda de los hoteles pensiones que existen por miles a lo largo y ancho de la ciudad de Buenos Aires, proviene, en su mayoría, de personas del interior o de países limítrofes.

Es así como, bajo el techo de una pensión, conviven desde estudiantes que llegan a la gran urbe en busca de profundizar sus estudios o buscar horizontes laborales, hasta personas solas o en pareja que han partido desde países como Paraguay o Bolivia, para intentar una mejor vida en la Argentina.

Los precios

Los dueños de las pensiones alquilan habitaciones sin mediación de contrato, aunque no olvidan imponer sus condiciones y sus precios cada vez más altos.

A modo de referencia, por mes, una persona abona por una habitación compartida desde $ 180, la individual no baja de $ 300, las que son para pareja están por encima de $ 400 y las que cuentan con comodidades adicionales -como el baño privado- ascienden hasta los $ 700.