Juan Manuel Fernández - [email protected]
Campo adentro, en las afueras de Calchaquí, don Diego Vargas volvió a calzarse "la acordeona" después de mucho tiempo. Fue para su cumpleaños número 80 que la familia le pidió prestado el instrumento a un vecino y así lograron obligarlo a teclear aquellas viejas melodías de cuando recorría la colonia animando casamientos. "Yo tocaba el acordeón en una orquesta antes de irme al servicio militar, cuando tenía 18 años. Hace cuarenta años que dejé y me lo hicieron agarrar de nuevo... ", se ríe.
Don Diego lleva en los ojos y las manos las marcas de un mundo distinto; según él mucho peor que el actual, carente de las insospechadas comodidades del presente. Miembro de una generación de 14 hermanos, se pasó toda la vida trabajando en el campo. Con orgullo proclama "nunca fui empleado".
"Piezas de ahora no, pero de antes si...", aclara sobre el repertorio, seseando como es propio del hombre de campo que se conoce en la ciudad. Pero el tiempo no pasa en vano y las melodías fluyen con más trabajo que antes. "No es sólo que me haya olvidado; uno sabe las notas... ¿pero y los dedos? ¿con qué los hago de nuevo, eh?", vuelve a reír.
Junto a su esposa y compañera, Teresa Ceratto, viven camino a la laguna El Cristal en el mismo campo que trabajan junto a su hijo Jorge. La humilde casa es un muestrario del estilo rural: los ladrillos, tanto en las paredes como en el piso, en lugar de ser "vistos" están desnudos y horadados por la lluvia y el sol ; el jardín, con sus frutales y sus ornamentales, tiene su cerco tejido de herrumbre en forma de rombos; y la vieja parra que, a falta de alero, cumple el rol de galería.