Otorgar al resultado de la votación de esta madrugada el rango de "histórico", no es una exageración. Sobre todo, cuando fue una sucesión de exageraciones lo que llevó las cosas a ese punto. Y todas son hijas de un estilo de gobierno que seguramente transita hacia su fin. Sobre todo porque, de no ser así, sería el país el que se estaría encaminando a un nuevo desastre.
El sentido del voto de Julio Cobos, en ejercicio de una alternativa que hasta horas atrás parecía circunscripta al probabilismo estadístico, obedece en buena medida a los efectos de ese estilo. ¿El vicepresidente hubiese votado en contra del gobierno que integra si hubiera recibido mejor trato dentro de él, o si no lo alentase la convicción de que su módico disenso ya lo había condenado? Más allá de convicciones republicanas, especulaciones de poder o tentaciones demagógicas, Cobos sabía que ya no tenía futuro dentro del gobierno y que no iba a remontar eso votando por la positiva. Entonces, decidió huir hacia adelante y jugarse a todo o nada. Acostumbrados a imponer su voluntad, a los Kirchner ni se les ocurrió que tal cosa pudiese suceder, ni mucho menos que fuese conveniente "contener" un poco más al vicepresidente de la Nación, en vez de ningunearlo a través de funcionarios de segunda o tercera línea.
El mismo estilo que llevó a confiar en alineamientos automáticos amparados en concesiones políticas y ventajas o extorsiones económicas, relegando al Congreso -como ya se dijo- al papel de una mera escribanía y desentendiéndose de la bomba de tiempo que hubiese implicado imponer una norma rechazada por la mayor parte de la sociedad.
Los Kirchner -o acaso ya de una vez por todas habría que decir Néstor- convirtieron la discusión por algunos puntos más de recaudación en un punto de inflexión para su gobierno, en una jugada a fondo donde, obviamente, tenían más para perder que para ganar. Y lo hicieron, simplemente, porque estaban convencidos de que, de una forma u otra, iban a ganar; empecinados en una cerrazón que les impedía ver de qué manera su capital político se desgranaba con inédita velocidad e imprevisibles consecuencias.
Muchas veces, las apelaciones a la calidad institucional suelen ser la bandera ética de quienes no tienen el poder real, o el discurso cínico de quienes disponen de él y lo usan a su antojo. En este caso, pueden ser el único resguardo para una gestión que sufre bajo el peso de un estilo que ya se ha revelado insostenible y la única opción para un país que necesita recuperar la normalidad y aspirar a convertirse en una república genuina.