Opinión: OPIN-01
Editorial
Inconductas ciudadanas

En los últimos meses, desde las páginas de este diario se vienen relevando una serie de inconductas ciudadanas, denominadas así porque aluden a la manera en que los vecinos operan sobre el espacio común, sea que éste se circunscriba a las calles y los parques, o bien, a veredas y paredes de edificios que, aunque sean de propiedad privada, con frecuencia son escenario de acciones ciertamente desaprensivas.

En concreto, a partir de diferentes testimonios y recorridas por distintos puntos de la ciudad, se realiza un inventario de comportamientos negativos que afectan la imagen y calidad de vida, pero que también suponen Äy no en pocos casosÄ un riesgo para el resto de la comunidad. A estos últimos pueden asimilarse, entre otras, aquellas infracciones vinculadas con el tránsito que no sólo están contempladas en el régimen de sanciones y derivan en multas, en caso de ser detectadas, sino que pueden ocasionar serios perjuicios al resto de la comunidad. En esta categoría se puede incluir una infracción novedosa en cuanto a su conceptualización, aunque mucho más frecuente de lo que arrojan las estadísticas, como es hablar por teléfono móvil mientras se conduce, irregularidad que también fue relevada dentro del listado de inconductas.

Dañar el mobiliario público, desatender la suciedad de las propias mascotas, sacar las bolsas de residuos fuera de horario, arrojar basura en calles y veredas son comportamientos que de manera frecuente se reflejan en las crónicas del diario y que tienen consecuencias que visiblemente degradan nuestra casa grande, que es la ciudad: espacios impactados por el deterioro y la depredación. Así, es frecuente ver elementos ornamentales que deben ser reparados una y otra vez, generando costos que son afrontados con dineros públicos, e instalaciones que se tornan imposibles de utilizar.

Como se dijo, lejos de convertirse en un problema meramente estético, algunas conductas derivan en un riesgo concreto. Por ejemplo: bocas de tormenta y hasta canales de desagüe tapados por desperdicios, que no funcionan adecuadamente cuando se los necesita. La consecuencia es obvia: cada vez que se producen lluvias copiosas, el nivel de anegamiento aumenta y el escurrimiento se retarda.

La cultura del individualismo llevada a su máxima expresión, y calificada por la total desaprensión, el desentendimiento de cualquier responsabilidad colectiva o incluso la simple motivación de dañar, sin otro propósito que una torcida noción del esparcimiento o una mezquina idea de repercusión, vuelca sus efectos sobre quien la profesa, dificultando en extremo la convivencia en un espacio común y apropiado.

Es contradictorio: se demandan más controles, pero al mismo tiempo se los desafía; se celebran las transgresiones propias, mientras se padecen los efectos de las ajenas. En suma, se convierte a la propia ciudad en un sitio donde cada vez se hace más difícil habitar y donde no es deseable ni posible convivir a fuerza de sanciones.