Escenarios & Sociedad: SOCI-02
Vergonzosa incultura santafesina

Roberto Schneider

Tarde lluviosa y húmeda, muy húmeda, la de ayer en Santa Fe. Mucha gente haciendo cola para ingresar a ver "The Pillowman", en la Sala Mayor del Teatro Municipal. Con inteligencia, las autoridades culturales presentes en el teatro abren las puertas para que la gente pueda protegerse de las inclemencias del tiempo. El público, integrado en su mayoría por chicas adolescentes (otras no tanto) ingresa con rapidez, y todo el mundo se acomoda para que la función comience.

Antes, por los parlantes, se solicita -no una, sino dos veces- que por favor no se utilicen celulares para sacar fotografías, debido a que los actores se desconcentran y, sobre todo, porque pueden generarse inconvenientes técnicos. Exactamente a las 18.10 comienza la función. Primer gesto de mala educación: aplaudir a los actores cuando cada uno de ellos va ingresando a la escena. Hace muchísimos años que se sabe que no es necesario, que debe aplaudirse sobre el final de cualquier propuesta escénica, ya sea teatral, operística o musical.

La historia que se cuenta -terrible, dolorosa, angustiante, demoledora- sigue su itinerario de mayúsculo dolor. En el medio, un casi monólogo interpretado con solvencia por Pablo Echarri y esencial para entender la trama, es directamente entorpecido por cientos de celulares que intentan capturar una imagen del actor. No importa demasiado que su parlamento sea sumamente significativo, para nada. No se lo escucha, ni se pretende. Sólo se intenta obtener una fotografía -en general suelen ser de mala calidad- para llevarse a casa. Aunque los celulares no sean cámaras profesionales, no interesa. La idea es obtener "el trofeo", ese instante de un actor que está entregando su cuerpo, su voz, sus entrañas, en un personaje de difícil resolución.

No sabemos dónde puede estar la solución a este problema que cada vez se acentúa más en los teatros: el incómodo uso de los celulares. Habría que volver, pensamos, a los antiguos guardarropas donde los educados espectadores dejaban sus sombreros, sus bastones o las señoras sus tapados para que allí se depositen los infernales aparatitos, cada vez más sofisticados. Y habría que preguntarse hasta dónde es necesario mantenerse "comunicado" con el exterior mientras sobre un escenario se construye un espectáculo que toca las fibras más dolorosas de la sensibilidad.

Clavar el escalpelo

En cuanto a "The Pillowman", podemos afirmar que las desoladas huestes de la razón perdida, una trama erguida desde el inconsciente errante, los inquietantes retratos de personajes destinados a la escena, buscando un cóctel de sangre que purifique la intención aviesa de darles vida, son algunas líneas de fuerza que construyen en forma demoledora la imagen de una obra dura, perfectamente estructurada, donde la voluntad creadora no se aparta ni un instante del fuego de la interpretación. Estamos hablando del texto de Martin Mc Donagh, un dramaturgo irlandés que nos ubica en el punto necesario de una reflexión, clavando un escalpelo hasta las profundidades de nuestra mente.

Mientras lo que caracteriza a la escena actual es la disolución y la artificialidad que abruptamente trajo la irrupción de la tecnología, Enrique Federman construye desde la dirección del espectáculo un mundo que pone en evidencia las coordenadas de nuestra esencialidad o, mejor, de nuestra zonas más oscuras.

La tarea de Federman se intensifica a partir del estupendo juego interpretativo de sus actores. Carlos Belloso (impresionante), Pablo Echarri, Carlos Santamaría y Vando Villamil inscriben con sus labores el punto exacto para un drama de dimensiones horrorosas. Ahí está la fuerza del espectáculo: proponer desde el escenario una visión descarnada de nuestras tribulaciones más genuinas, aquellas que nos recuerdan los deseos perdidos, como las angustias más primitivas, para que podamos acercarnos a los abismos de la mente, y así, al verlas de frente, hurgar en nuestros desvelos y en nuestras zonas más oscuras.