Poesía y naturaleza

Como un diminuto insecto

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De la serie “Flores perdidas”.

Foto: Miguel Grattier

Por Ana Bugiolacchio

“El vuelo de la abeja”, de Jorge Isaías. Edit. Ciudad Gótica, Rosario, 2008.

El último poemario de Jorge Isaías El vuelo de la abeja rubrica a la poesía en el lugar donde los sentidos están alertas, donde la intermitencia del vuelo se comporta como una llave mágica capaz de conjurar los deseos más ocultos para dar rienda suelta a la libertad. En su aleteo, descubrimos la inminencia de un verano que esconde la secreta esperanza de un amor tan intenso como furtivo, agigantado por la lente del recuerdo.

Podemos oler la tierra humedecida por las lluvias y descubrir las perdidas monedas en el barro pero sin dejar de oír ni un solo momento el canto alegre de las calandrias o el vuelo rápido de las tacuaritas. La proximidad de estos sonidos nos recuerda que algo peligroso e insignificante —el aguijón de una abeja— puede tomarnos de improviso y hacernos arder nuestra piel y nuestra alma.

Isaías nos tiene acostumbrados a contarnos todo en sus relatos: nombres, hechos, lugares, siempre patinados por su curioso y particular tono —elegíaco y divertido a la vez— pero en esta ocasión decide no contarnos nada y dejarnos sospechar o imaginar lo que queramos: una cita a escondidas, una partida, un crepúsculo reflejado en una zanja, tal vez el roce de una traición. La poesía sorprende como un diminuto insecto que se acerca en la temporada estival, zumbona e itinerante tejiendo caminos siempre diferentes en un juego de emociones escondidas entre las hojas de los fresnos. La intensidad de los versos está justamente en el vuelo, que a veces se torna silencioso y otras sumamente vibrátil como si el recuerdo quedara atrapado en algún sitio del que no pudiera salir en un aleteo inútil. Entonces, se llena el hueco de la mirada con un brillo diferente y aparece aquello siempre a punto de decirse pero siempre silenciado.

La poesía en su máxima expresión renace en cada uno de los versos de esta serie. Desde el sabor intenso que destila la miel pura y elemental hasta la vibración insistente del ronroneo o el canto —el persistente canto, como diría el autor— que nos atraviesa y nos hace sentir vivos. Podría decirse de esta poesía que es exactamente eso: canto, la condensación de un instante no fijado ni detenido en el tiempo, sino fulgurante y vibratorio, como el vuelo de una abeja. La abeja nos despierta y nos atemoriza —a pesar de lo diminuto de su aspecto— porque encierra el misterio de una vida breve e intensa.

La naturaleza zumba con la abeja el regreso de cada nueva estación y, con la lluvia, la promesa del barro que justifica y redime todo juego. El calor del campo y su pureza también vibran y el pertinaz vuelo sin ruta precisa elige las flores que libará en su corto sueño, que —sin embargo— lleva el signo de lo infinito.

La intensidad de las imágenes está sostenida por las operaciones constructivas de desplazamiento y focalización que le dan a esta poesía su nota esencial. La lectura es oblicua y zigzagueante, los contornos son a la vez nítidos y fragmentarios y la contundencia del recuerdo —deliberadamente ocultado— espesa la multiplicidad de sentidos. Algo en apariencia tan intrascendente como el vuelo de una abeja se apropia de todos nuestros deseos y con avidez leemos una y otra vez los cantos que atrapan al lector desde su contextura, como latigazos o picaduras a la vez que nos sacuden del presente sin darnos tiempo para esquivar el aguijón. Los que amamos la poesía, sabemos que hay en ella un secreto, una única verdad e intuimos que con respecto a ella no es posible ninguna dialéctica o explicación, que cada poema —como diría Borges— no encierra un puñado sino todo el universo.

Estos poemas nos empujan al misterio de saber y sabernos lectores y por lo tanto, vulnerables, cada vez que permitimos que el vuelo de la abeja avive y deleite nuestros sentidos.