¿Oís el río?
Por Javier Adúriz
¿Oís el río, Okusai? No está lejos.
Tiene el sonido ambiguo de la vida.
Son como cascotitos limpiándose
con la corriente, algo múltiple.
Prestá atención. Detrás del ruido
se ve el nacimiento rudo de las cosas,
eso íntimo, desesperado casi, casi
enorme en su notoria nimiedad.
¿Oís, Okusai? ¿Ves? No necesito
que me pongas esa cara de tintorero
feliz. Dejate ir nomás, un poco.
¿O vinimos nada más que para esto?
Disculpe la intrusión, niño Javier, pero soy yo,
un servidor de usted, el mismo que hace tanto
no sube a la terraza. Usted lo sabe, niño,
que estoy a su mandado, desde aquella mañana
de su señor padre, que en paz descanse.
No sé si fatuo o qué, pero creí en ser su amigo,
un otro suyo, el coleccionista de las experiencias.
Por eso le dictaba la poesía, niño Javier.
¿O no recuerda los insomnios, el aguarde
de que alguien pusiera la vitrola de la voz?
¿Quién cree, usted, que daba cuerda con ganas
y salía por la cornetita? Niño, niño, no me deje
en el rincón sombrío de los sótanos. Ya sé que vino
a grande, y que los años corren para todos,
pero soy el servidor de usted, su mandato.
Ahora me cuesta, es cierto, hacerme de palabras.
Cómo decirlo, oírle el pulso de las horas. Pero ¿allí
en el fondo del fondo, donde el vivir es casi
peor que malo, y a más se come poco? No es / justo, niño
Javier, piense que soy de usted, que aquí me tiene.