La vuelta al mundo

La declaración universal de los derechos humanos

Rogelio Alaniz

El 10 de diciembre de 1948, hace exactamente sesenta años, la Asamblea General de las Naciones Unidas aprobaba la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Se trata de un texto de treinta artículos que establece los principios básicos que deben regular a las sociedades, gobiernos y Estados en materia de derechos y garantías.

Los miembros de la ONU no estaban inventando nada. Los historiadores sostienen que ya en el antiguo Código de Hamurabi se pueden rastrear estas normas rectoras. En el derecho romano y anglosajón se mantienen estos principios a favor de la dignidad de las personas.

En la tradición religiosa están los que consideran que los célebres diez mandamientos son el antecedente más valioso. Un teólogo alemán llegó a decir que la Declaración de 1948 es la adaptación al mundo moderno de los Diez Mandamientos. Para los cristianos, la verdad de los derechos humanos está en el Evangelio. Y para quienes tienen exigencias intelectuales más refinadas, las fuentes principales son Santo Tomás y, antes, San Agustín.

Desde el punto de vista de la modernidad, los derechos humanos están establecidos como tales, en la “Petition of Rights” y la “Bill of Rights”, acuñadas en 1628 y 1689, respectivamente, en Inglaterra. En el siglo XVIII, el siglo de las revoluciones, los derechos humanos quedaron inscriptos en la Constitución de Estados Unidos y, sobre todo, en la célebre Declaración de los Derechos del Hombre y el Ciudadano, aprobada por la Asamblea francesa el 26 de agosto de 1789 y luego incorporada a la Constitución de 1791.

Digamos entonces que la declaración de la ONU no inventó nada, sino que sintetizó experiencias vividas por la humanidad a través de los siglos. En un contexto histórico más inmediato, la Declaración fue una de las respuestas políticas que los ganadores de la Segunda Guerra Mundial elaboraron para marcar claras diferencias ideológicas con los nazis.

Al respecto corresponde hacer una aclaración. Entre los firmantes de la carta, se encontraba la URSS. Mientras el delegado de ese país levantaba la mano para aprobar artículos que reivindicaban la libertad política y la dignidad de la persona humana, Stalin organizaba redadas para encarcelar y exterminar a disidentes y volvía a poblar de presos los campos de concentración, los temibles “gulags” del régimen.

Ya para entonces, los comunistas mantenían con los derechos humanos una relación instrumental y cínica. Los derechos humanos valían para impugnar los abusos del capitalismo, pero se transformaban en una molestia cuando los reivindicaban sus víctimas en los “paraísos’ que ellos fundaban. Mientras los izquierdistas en Occidente se convertían en celosos guardianes de las libertades burguesas (así las calificaban), en los países comunistas se perpetraban las violaciones más groseras y crueles contra la humanidad, sin que nadie levantara la voz.

En el denominado Occidente capitalista también las incoherencias y las inconsecuencias estaban a la orden del día. Políticos, jefes de Estado y, por supuesto, dictadores de todo pelaje, violaban -y violan- con reiterada insistencia las declaraciones que ellos mismos firmaron en su momento.

Sin exageraciones podría decirse que la historia de los derechos humanos en los últimos sesenta años es también la historia de sus permanentes violaciones. Cada vez que el poder consideró que era necesario arrasar una libertad en nombre de un pretexto ideológico de moda, lo hizo. En América latina, las enseñanzas de la historia en estos temas son aleccionadoras. Las dictaduras bananeras, los regímenes burocráticos militares, fueron sus expresiones más manifiestas. A ello hay que agregarle las ocasionales violaciones cometidas por regímenes formalmente democráticos. Un capítulo aparte merece el régimen cubano, el territorio político donde las violaciones a los derechos humanos se ejercen de manera más sistemática y descarada, con un agravante cultural: la complicidad de la mayoría de los izquierdistas de América latina.

Presentados así los hechos, hay buenas razones para suponer que sesenta años después de la declaración de la ONU no queda mucho para festejar. Incluso, más de uno estaría tentado de suponer que lo ocurrido en 1948 carece de importancia, en tanto que por diferentes razones los firmantes nunca terminan de hacerse cargo del compromiso que adquirieron.

Lo que hay que entender es que una declaración, por importante que sea, no asegura automáticamente su cumplimiento. Enunciados como estos deben evaluarse desde otro punto de vista. Importa, al respecto, reconocer que la humanidad en cierto momento admitió la existencia de un conjunto de derechos que los hombres y los Estados deben respetar.

A partir de 1948 existe un conjunto de principios y normas que otorgan a los hombres el derecho a reclamar con legitimidad cada vez que sus derechos son violados. La tortura existe hoy en muchos lugares, los atropellos a la dignidad de las personas se perpetran diariamente, el crimen por razones políticas sigue operando, pero en la medida en que existe una normativa que lo prohíbe, una conciencia que la legitima y una sociedad conciente de esos derechos, se genera, a la vez, un clima de resistencia frente a estos atropellos, una resistencia anclada en una legalidad histórica que, a la hora de la lucha política, suele ser importante y a veces decisiva.

Los derechos humanos pueden no respetarse, pero si no estuviesen debidamente reconocidos por los Estados, los ciudadanos padecerían un mayor grado de indefensión.

Es probable que la vigencia plena de los derechos humanos no se dé en ninguna parte. En todo caso, lo que hay son sociedades que los respetan más y sociedades que los respetan menos o no los respetan en absoluto. La lucha política y la conciencia social explican las diferencias entre unas sociedades y otras, diferencias que no son menores, diferencias que en muchos casos comprometen vidas, miles de vidas.

Una cosa debe quedar en claro, por más obvia que parezca. Se defienden los derechos humanos porque hay poderes interesados en violarlos. Desde el Estado o desde organizaciones paraestatales, la amenaza contra las libertades de los hombres siempre estará acechando. Alguien dirá que también atentan contra los derechos humanos los delincuentes comunes. Al respecto algunas aclaraciones son necesarias. Los derechos humanos aprobados en 1948 tienen una exclusiva identidad política. Los delitos privados pertenecen al derecho penal, pero las políticas de derechos humanos se refieren al campo de lo público y como tales, comprometen a los Estados.

Así pensada, la Declaración de los Derechos Humanos expresa la conciencia moral de una sociedad, su fundamento ético más trascendente. Y al mismo tiempo otorga las herramientas de las que se valen los ciudadanos para reclamar ante los poderes. Eso es todo. Nada más y nada menos.

La declaración universal de los derechos humanos

Palacio de Chaillot. Ubicado en París, este edificio albergó a la Asamblea General de Naciones Unidas que, en 1948, aprobó la histórica declaración de los derechos humanos.

Foto: AFP