EDITORIAL

EE.UU.: reunión de presidentes y un mensaje

La foto ocupó la primera plana de todos los diarios del mundo: cinco presidentes norteamericanos se reunieron a cenar e intercambiar opiniones acerca de lo que sucede en los EE.UU. y en el mundo. La foto, por supuesto, debe ser considerada también una señal de optimismo y serenidad hacia la opinión pública por parte de una nación que está atravesando por un momento crítico.

El testimonio es asimismo una lección para los argentinos y, muy en particular, para su clase dirigente. El acto celebrado en el Salón Oval de la Casa Blanca contó con la presencia de ex presidentes demócratas y republicanos. Estos políticos mantuvieron y mantienen serias diferencias entre sí, polemizaron y se enfrentaron en diferentes circunstancias y es muy probable que hacia el futuro lo sigan haciendo. Allí estaban Carter y Bush padre, Clinton, el actual presidente y, por supuesto, Obama, quien dentro de dos semanas asumirá el máximo cargo político de la Nación.

Lo sucedido en la Casa Blanca no es nuevo ni extraño a los hábitos políticos de Estados Unidos. En efecto, distintos presidentes en ejercicio han convocado a predecesores para analizar diversas crisis. La novedad es la consulta conjunta a los ex presidentes vivos y la consiguiente transmisión de un mensaje importante para la ciudadanía: en las situaciones límite, la clase dirigente está unida más allá de sus diferencias y rivalidades.

En la cultura política de ese país, la presidencia tiene un valor singular en la institucionalidad del Estado, con independencia del signo partidario del gobernante. Lo sucedido el pasado martes no es novedad, pero atendiendo a los acontecimientos internacionales, el acto adquirió una particular resonancia. La crisis financiera mundial y las acciones bélicas en Medio Oriente lo justifican con creces. Lamentablemente, en la Argentina una conducta de este tipo es difícil de imaginar. La tradición facciosa criolla se mantiene lozana y muchos ex presidentes se consideran enemigos. Los hábitos republicanos de la convivencia son deficientes e, incluso, inesxistentes. La relación entre adversarios, típica de la democracia, aquí se tiñe con el color de la enemistad. Los recelos y golpes bajos no respetan siquiera las fronteras partidarias. Los resentimientos entre Alfonsín y De la Rúa no son diferentes de los que mantienen Menem y Kirchner o Cristina Fernández y Duhalde. Esta singularidad facciosa es propia de la Argentina, porque en Uruguay, Chile y el propio Brasil estos hábitos están morigerados. Bachelet dialoga con Lagos, Frei y Aylwin, y en más de una ocasión intercambia puntos de vista con los dirigentes opositores. En la Banda Oriental, Tabaré Vázquez hace otro tanto con Batlle y Sanguinetti.

El diálogo no incluye la colaboración política en los gabinetes ni evapora diferencias que, en más de un caso, suelen ser ásperas. Pero en general se privilegia el concepto de unidad de intereses y objetivos -fundamentos de un país- por encima de los disensos políticos e ideológicos.