La común responsabilidad

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Alejándose del inmovilismo, el ser humano debe buscar siempre su crecimiento y mejora, en consonancia y reconocimiento de la dignidad esencial del ser humano.

Foto: Archivo El Litoral

María Teresa Rearte

Pensar con claridad es no esperar más”, decía Albert Camus. La sentencia es apropiada para advertir cómo, en tiempos de relativa tranquilidad, se suele caer en la especulación bajo diversas formas. E ilusionarse con un cambio fácil de la vida del hombre. Indagando en las raíces de estas burbujas de ilusión, encontramos la efervescencia de la codicia y la falta de razonabilidad. Del sentido común. La otra cara de la cuestión, el riesgo opuesto, que emerge en los tiempos de prueba, es el miedo al porvenir, sin reparar en el rol y la importancia del esfuerzo. En la voluntad y el compromiso compartido para construir el futuro.

Sería un engaño esperar en cambios milagrosos de las personas y los acontecimientos. Se requiere una dinámica de pensamiento al que podríamos designar como antiplatónico, que pide coherencia de vida, la cual me atrevo a decir que no sólo es difícil, sino que es casi imposible, en medio de los parámetros culturales del presente.

Para proponer un ejemplo, diré que están a la vista las consecuencias de la destrucción de los fundamentos éticos de la vida: droga, violencia, torturas, terrorismo, guerras, crímenes, que nos permiten hablar de una civilización de la muerte. Pero también, pregunto, cómo hablar de paz y de esperanza con seriedad si la sociedad se nos muestra atravesada por fracturas y desigualdades profundas y persistentes. Peor aún, si está sometida a grupos de poder, que sin reparar en medios convierten la arbitrariedad en ley.

En el curso de la historia, San Agustín veía enfrentarse dos amores diferentes: el amor a sí mismo llevado hasta el desprecio de Dios y el amor a Dios, llevado hasta el desprecio de sí mismo. De algún modo, la historia humana refleja en su marcha ese contraste: el del amor y la incapacidad de amar. La cruda experiencia de la desolación instalada en los corazones, cuando no se reconocen otros valores que los materiales. La civitas humana de San Agustín, no sería en el fondo más que un desorden, cupiditas naturalis diría Hobbes. Todo pura vanidad e ilusión. En el 2008, hemos conmemorado los cuarenta años del Mayo Francés, en el que los grafitis son un testimonio elocuente de los cuestionamientos culturales: “No queremos un mundo donde la garantía de no morirse de hambre se compense con la garantía de morirse de aburrimiento”, “la imaginación al poder”, etc. Se pueden hacer diferentes lecturas de ésta y de otras protestas que le sucedieron. Desde la crítica de la violencia hasta aquella que rescata el cuestionamiento a un statu quo injusto y desigual, a un estereotipo.

Me interesa el hecho, en esta marcha de la historia, para marcar el rechazo al inmovilismo. Y para señalar que atarse a un statu quo estanca, detiene, paraliza, y que es anticristiano. Por el contrario, allí y cuando el hombre busca ser más y mejor, allí –lo reitero– está Cristo. En cambio, aferrarse al yo y la propia supuesta superioridad, aparta de la praxis de Jesús.

En esa línea de reconocimiento de la dignidad esencial del ser humano, pero también en nombre de la vida, quiero hacer referencia a la situación de la mujer, que es generadora de la vida. El hombre, creado por Dios a su imagen y semejanza para la fe cristiana, como varón y mujer, entra en la creación y se encuentra con una dialéctica que el pecado dramatiza y acrecienta. Pero que configura una situación que no tiene por qué permanecer inmodificable. Que ha de hacerse dialogal. Lo cual supone el efectivo reconocimiento de la igualdad del varón y la mujer. El derecho de todo ser humano a ser uno mismo. De la responsabilidad, presencia y vocación femeninas en la comunidad y la historia. Aprovechando su ser, diseñado para la maternidad, se le ha colocado en relación de dependencia del varón. Y en la línea de la naturaleza, más que en su condición de persona. Lo afirmo sin menoscabo alguno para su condición de madre. Pero estamos ante un discurso que hay que cambiar con relación a todas las mujeres. No sólo para algunas, porque si bien hubo en la historia mujeres excepcionales, y las hay en el presente, la excepcionalidad no despeja el camino para otras mujeres. Con acierto, la Dip. Diana Maffía decía en una entrevista: “Si juzgo la situación de las mujeres a mediados del siglo XX a través de la vida de Victoria Ocampo, me voy a equivocar, porque ella tenía muchos privilegios con respecto al promedio de las mujeres”.

Pienso que Cristo no vino al mundo para comunicarnos una verdad abstracta, sino que fue al encuentro del sufrimiento humano. Y se hizo cargo de nuestro pecado, para liberarnos. Por su parte, la Iglesia tiene el derecho y la autoridad para hablar y enseñar. Pero si quiere decir algo significativo, y quiere ser escuchada, por ejemplo con relación a la dignidad humana y del trabajo, los derechos humanos, la paz, la justicia y tantos otros temas, tendrá que hacerlo no sólo desde el poder de jurisdicción, sino desde el ejemplo de vida con respecto a la verdad y el bien. Recordemos el lavado de los pies realizado por Jesús y su mandato (Jn. 13, 1-15) y también otros pasajes evangélicos.

Una cita de Pablo VI es de gran valor en este sentido. “Tácitamente o a grandes gritos, pero siempre con fuerza, se nos pregunta: ¿creen verdaderamente en lo que anuncian? ¿Viven lo que creen? ¿Predican verdaderamente lo que viven? Hoy más que nunca el testimonio de vida se ha convertido en una condición esencial con vistas a la eficacia de la predicación” (EN.76).

Las distintas instancias muestran que estamos ante una responsabilidad común por el hombre, el mundo y la historia.