El capítulo V de “Secreta memoria”

María Guadalupe Allassia

... esta herida del corazón por donde salgo/ estas gradas sin fin por donde ruedo/ con la velocidad de la distancia... (Olga Orozco).

Bajo el sol de la tarde, párpado semicerrado del pueblo adormilado, yo caminaba con mis libros de música, hacia el Conservatorio Beethoven, por un sendero tan largo, casi globo de la tierra, tan penoso de soledades de niños y tan vacío de cantos, que mi corazón era una cápsula ocre llena de semillas negras. Todos dormían, menos yo, que iba a aprender a tocar el piano con la señorita Mirna, delgado espíritu de hoja seca y mirada de viento helado, ése del sur.

Sin embargo, debo recordarla entre vapores y recuerdos oscuros como raíces, después de aquella tarde en que se me reveló tal cual era: una infusión amarga como la de la hierba del sapo.

Para acceder al bosque sagrado de su música, ella, druida blanco, caminaba con sus zapatos de goma haciendo un ruido extraño, casi de pájaro en agonía, sobre el piso encerado y abría la puerta del santuario para que yo me sentara frente al piano y colocara mis manos sobre el teclado. Allí recibía un reglazo en las muñecas para que estuvieran levantadas y a continuación, desplegaba las órdenes como un militar en campaña. Así pasaban durante una hora o dos, Bach, Mozart, Mendelssohn, Brahms, Beethoven o el Allegro con fuoco ma non troppo de Shubert. Y otros notables. Nunca imaginé que la variación a tal rutina oceánica y morada, fuera peor y más temible.

El llamador de bronce de la puerta sonó tres veces, anunciando un código secreto. Cuánta tristeza en una hoja caída. Se oyó una voz de mujer que preguntó si estaba todo listo. Yo la oí. Ella, Mirna, con su voz gruesa de tigre en la espesura, respondió que sí. Se acercó a mí y me explicó que alguien venía a buscarme. Cuánta tristeza en una hoja de otoño. Rápidamente fui hasta la puerta, pensando que mamá había tenido alguna razón muy importante para interrumpir el largo sufrimiento de mis dedicaciones musicales. No había nadie. Sólo un auto negro, esperando sigiloso que yo suba. Mirna me instaba a hacerlo, con una sonrisa desacostumbrada y una voz extraña. Cuánta tristeza, digo, en una hoja seca, en un alma caída. Salí corriendo, advirtiendo el peligro de esa situación al notar en el auto un hombre y una mujer desconocidos que me llamaban con insistencia.

Corrí con velocidad, mientras el auto, lentamente se acercaba más. Pero alcancé a llegar a casa y arrojarme en los brazos de mamá Eleonora, llorando.

Tal episodio terminó con el universo musical, con Mirna, pobre hoja de otoño, triste y sola, que desapareció, y con nuestros años en ese pueblo, para mudarnos a la ciudad. Nadie, nadie me explicó qué querían esas personas. Eran malas, me aclararon y se llevaban los chicos quién sabe adónde. Sólo después yo iba a comprender tanta locura, tanto engaño y tantos viejos lamentos. Tanto silencio.

Ángel de oro, ¿dónde estabas?

Ángel de alas transparentes, irisadas, suspendido en el arcoíris del agua, ¿cuándo me ibas a despojar del enigma?

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