Crónica política

Santa Fe, nuestra provincia

Rogelio Alaniz

“Eran sólo un montón de carne amarga/ y nos vinieron a inventar un mundo.” Mario Vecchioli.

Se dice que Santa Fe es una de las provincias más ricas de la Argentina. Con la prudencia del caso podría decirse que es, además, una de las más desarrolladas, es decir, de las que exhibe niveles de integración y crecimiento más sostenidos. Ojalá pudiera decirse, también, que es una de las más justas, pero para ser sinceros esa meta hoy es más un deseo que una realidad.

La pobreza subleva en todas partes. La pobreza es miserable, pero por sobre todas las cosas es injusta, mucho más en una provincia que dispone de recursos y posibilidades como la nuestra. En Santa Fe, en particular en las grandes ciudades, el espectáculo bochornoso de villas miseria y mendigos es una afrenta a la sociedad y muy en particular a su clase dirigente, que a menudo ha hecho poco y nada para erradicarla, más allá de los discursos teñidos de humanismo y buenas intenciones.

Conviene insistir en estos aspectos sociales, porque Santa Fe está en condiciones de atenderlos y resolverlos, pero sobre todo conviene señalarlos porque es muy poco lo que se ha avanzado en esa dirección. Una sociedad digna de ser vivida se constituye sobre los fundamentos políticos y morales de la libertad y la igualdad. Nunca está de más insistir en la defensa de estos valores. La izquierda debe saber que el enemigo de la igualdad no es la libertad, es el despotismo; la derecha haría bien en recordar que la enemiga de la libertad no es la justicia, sino la opresión.

Los santafesinos debemos estar orgullosos, no sé si de nuestro presente, pero sí de nuestro pasado, sobre todo cuando se corre el peligro de no estar hoy a su altura.

Esta provincia pujante, integrada, moderna, fue el producto de decisiones políticas y de una singular cultura del trabajo. Para 1852, la provincia de Santa Fe ocupaba efectivamente algo más del diez por ciento de su actual territorio. Sin exageraciones podríamos decir que era un baldío.

En pocas décadas, ese escenario áspero y desolado, esas soledades inmensas apenas conmovidas por el alarido del salvaje se habían transformado en praderas teñidas por el oro del trigo y el celeste cielo del lino. Una clase dirigente sabia y audaz, conservadora y moderna, había creado las condiciones políticas y sociales para promover el cambio.

Una relación madura e inteligente con los gobiernos nacionales, una particular perspicacia para entender el rumbo de los acontecimientos y las oportunidades que se abrían hacia el futuro, una preocupación responsable para construir los fundamentos de un Estado de derecho, son algunas de las claves que explican a esta clase dirigente por encima de sus diferencias. Diferencias que existían y que a veces podían llegar a ser muy duras, más allá de los conflictos sociales y de los errores cometidos, de los cuales tampoco estaban exentos.

Conviene insistir en las virtudes de esta elite, porque algunos historiadores suelen subestimar su rol calificándolos de oligarcas o explicando los cambios desde un crudo y chato economicismo. Como lo dijera en algún momento en una mesa redonda: en los tiempos de Oroño o Iriondo el gauchaje, los criollos, no estaban movilizados en las calles reclamando educación gratuita para todos. Éstas fueron iniciativas del poder, de un poder que sin dejar de ser conservador y liberal y sin dejar de creer en su rol histórico, era capaz de promover cambios trascendentales, cambios cuyas consecuencias excedían sus horizontes de clase.

También fue una decisión de esta elite impulsar la inmigración. No se puede entender a la provincia de Santa Fe, ayer y hoy, al margen del formidable proceso inmigratorio promovido después de Caseros. Se dirá que la inmigración fue una iniciativa promovida en el orden nacional, cosa que es cierta, pero a condición de agregar luego que fue en Santa Fe donde se puso en práctica la colonización agrícola más audaz, más democrática y más progresista de entonces.

Se han escrito importantes libros sobre lo sucedido en nuestra provincia por aquellos años. Abundan por cierto las investigaciones históricas que narran las luces y sombras de ese proceso y sus consecuencias. Es mucho y bueno lo que se ha escrito al respecto, pero a modo de síntesis podría decirse que sin esa inmigración, sin esa mano de obra y sin esa cultura del trabajo no hubiera sido posible el boom agrícola que se inició en el centro de Santa Fe y en pocas décadas transformó a la Argentina en el granero del mundo.

Conviene detenerse en algunos detalles. A diferencia de otras regiones y provincias en las que los inmigrantes no pudieron acceder a la tierra o lo hicieron bajo la forma jurídica del arriendo, en las colonias gringas del centro y el oeste santafesinos se accedió a la propiedad de la tierra y se promovió la agricultura, las dos claves del desarrollo de entonces. “El lazo embrutece, el arado civiliza”, decía ese gran reformador y reconocido militante de la masonería que fue Nicasio Oroño.

Transformar tierras vírgenes en prados verdes exigió trabajo y sacrificio. Piamonteses, suizos, vascos y judíos, entre otros, trabajaron duro para sacarle a la tierra sus frutos. Venían de Europa perseguidos por las guerras, el hambre y la discriminación racial y religiosa. Encontraron en estas tierras una causa para vivir y una causa para morir. Muchos de ellos apenas sabían hablar en español, algunos eran analfabetos o semianalfabetos, pero disponían de una secreta riqueza: el afán de progresar, esa instrucción que ponderaba Alberdi y que no provenía de los libros sino de esa conjugación heroica nacida del dolor y el deseo de conquistar el futuro.

Esos hombres y estas mujeres, anónimos, cuya memoria está desparramada en las fotos que se preservaron, en la memoria oral de sus nietos, en las empresas que fundaron, en las bibliotecas y salas de teatros que levantaron de la nada, esos hombres y mujeres -digo- fueron los que hicieron una Santa Fe rica y progresista, justa y democrática.

Ese espectáculo de pueblos y ciudades donde aún hoy predominan aquellos valores, ese escenario que se abre a los asombrados ojos del viajero de campos verdes, de arboledas hospitalarias, de casas con anchas y sombreadas galerías, esa geografía humana de hombres de cabellos rubios u oscuros, de manos anchas y encallecidas, proviene de aquellos años, sobrevive en las fotos que recopila Priamo con talento de investigador y artista, persiste en los poemas de Pedroni, en los relatos de Balbi y Nari.

Esta provincia -la nuestra- cuyo desarrollo histórico despierta la admiración de los historiadores y el asombro de cronistas y viajeros, es la que hoy debemos defender los santafesinos. No se trata de reivindicar ningún localismo cerrado y estrecho, tampoco se pretende repetir un pasado imposible, lo importante es rescatar una tradición cuyas claves fueron la apertura al mundo, el respeto a la ley, la cultura del trabajo, el afán de progreso.

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El surco y el grano. La revolución agrícola se hizo con arados primitivos y manos fuertes, conjunción productiva que esta imagen sintetiza.

Foto: Museo de la Colonización de Esperanza