Los orígenes de la mesa moderna

Graciela Audero (*)

La Revolución Francesa fue una crisis política y, también, una crisis de civilización que afectó a toda Europa, tanto en la manera de pensar como en el arte de vivir. En poco tiempo, la sociedad del Antiguo Régimen quedó reducida a recuerdos nostálgicos por el advenimiento de la burguesía.

La manera de poner la mesa y de comer se transformaron profundamente por la desaparición de una sociedad autárquica y por la internacionalización de modas, usos y costumbres europeos.

A mediados del siglo XIX las artes de la mesa muestran una verdadera mutación. Dos hechos marcan estos cambios: por un lado, la consagración del comedor como pieza intermediaria entre el salón y la cocina, pero fija dentro de la distribución de la casa; por otro, la manera de poner la mesa y servir los platos, es decir, la desaparición del “servicio a la francesa” a favor del “servicio a la rusa”. Estas mutaciones, al decir de la historiadora Michelle Perrot, se inscriben en un contexto general, resultado de una evolución psicológica y social, moral y política, que hace de la casa el “lugar privado por excelencia”, el “fundamento material de la familia” y “el pilar del orden social”.

El comedor

El comedor aparece en el siglo XVIII, pero recién hacia 1850, los burgueses instalan sus casas con un comedor como espacio específico, como lugar donde la escenificación suscita un ritual preciso. Las comidas son la mejor expresión de dicho ritual y, además, un momento privilegiado.

El comedor, pieza grande y austera, es de inspiración inglesa. Decoradores como Robert Adam y Thomas Sheraton, en el siglo XVIII, dejan planos del mismo con sus muebles: una mesa, sillas y consolas. Con el tiempo la consola deviene en aparador.

Los aristócratas, artistas consumados, no habían instituido nada respecto del comedor. En el interior de sus castillos, todo era arbitrario: para los ágapes no tenían un espacio asignado. Las comidas, las servían en cualquier lugar, incluso en las alcobas.

Las construcciones privadas erigidas en Francia y Europa después de 1850, presentan un comedor que comunica directamente con el salón, constituyendo ambos una superficie de recepción, aislada de los dormitorios y la cocina. Con su función específica, el comedor pierde el carácter de alma del hogar. A partir de entonces, se lo ocupa únicamente para las comidas y su interés reside en los días en que se ofrecen cenas: decoración y mobiliarios traducen el deseo de apariencia que anima a sus propietarios y que reviste aires de ostentación. Simultáneamente, reglas de decoración y amoblamiento entran en vigencia: austeridad y simplicidad para los vestíbulos, majestad para la gran sala, gracia y elegancia para los tocadores y dormitorios, confort funcional para el comedor. Este es de estilo renacentista Francisco I o Enrique II, el salón de estilo Luis XIV, los salones más chicos, Luis XV, los dormitorios, Luis XVI, los estilos orientales eran los indicados para el fumoir y la sala de billares, mientras que los estilos de la Edad Media se reservaban para casas de campo y castillos. Alrededor de 1900, el Art Nouveau combatirá tales anacronismos aunque no siempre con éxito. El mejor reflejo porteño de este eclecticismo de la arquitectura interior es el Palacio Errázuriz en Avenida del Libertador 1902 hoy Museo Nacional de Arte Decorativo. El conjunto de impecable realización que integran la casa-museo, sus jardines y colecciones constituyen un ejemplo único de su tipo en América del Sur.

Mesa a la francesa y mesa a la rusa

Hasta los años 1850, la comida del siglo XIX no se servía de acuerdo con nuestros criterios. El menú comprendía tres servicios que representaban tres secuencias principales. A cada una de éstas le asignaban varias series de platos: a la primera las sopas y las entradas; a la segunda, las carnes asadas y los entremeses; a la tercera, los postres. Pero estas tres series no eran servidas sucesivamente sino que se llevaban a la mesa al mismo tiempo, por ejemplo, todas las sopas y entradas juntas. Los buffets o mesas frías de nuestros días ilustrarían esa coexistencia extraña. De la misma manera que hoy nos servimos sin orden lo que nos ofrece un buffet, los comensales del siglo XIX no tenían reglas ni prejuicios para empezar por cualquier plato, con el agravante, para los invitados, de que dentro de cada secuencia, había disparidad de platos y de cantidades y, por lo tanto, algunos no alcanzaban a servirse lo que más les gustaba.

La burguesía proyectaba en la cocina su desmesura y su horror del vacío, de manera que la disparidad en las series no obedecía a motivos económicos sino a una visión del mundo: el pluralismo cualitativo que fue sustituido por los conceptos de unidad y de cantidad esto es, la distribución uniforme de distintos platos entre todos los comensales. Otro inconveniente del servicio “a la francesa” era que el anfitrión trozaba enormes piezas de carne en la mesa lo que suponía que, con muchos comensales, se enfriaban lo mismo que las salsas y esto a pesar de los calentadores y campanas de cristal.

El servicio “a la rusa”, que no se originó en Rusia sino en Inglaterra, seduce a todos. Este nuevo procedimiento se define por tres cláusulas principales: el trozado de las carnes se realiza en la cocina o sobre un dressoir del comedor; los valets presentan el plato a cada comensal por la izquierda, según ciertas jerarquías; cada secuencia está dirigida a todos, es decir, cada comensal come el mismo plato y la misma cantidad. No hay más confusión caliente-frío, salado-dulce. Los platos se sirven de manera lineal y rigurosa, unos después de otros, reduciéndose el número de las preparaciones. La mesa deja de ser una acumulación de objetos decorativos y de platos, sin por ello perder el lujo. Este servicio llamado “a la rusa” es el nuestro.

La decoración de la mesa

En el siglo XIX, no sólo se armonizan entre sí los muebles del comedor, sino que el mimo fenómeno ocurre con la vajilla y los cubiertos como consecuencia del servicio “a la rusa” que impone una nueva disposición en la mesa de los elementos para comer. El objeto decorativo por excelencia es el centro de mesa y, como hoy, candelabros y floreros mientras los juegos de platos de orfebrería se suplantan por las porcelanas de Sèvres. Probablemente, de todos los objetos de la mesa, los que mejor simbolizan los cambios en Europa son vasos y cubiertos. El juego de copas (en cristales Saint-Louis, Baccarat, Bohemia) cuyas formas, relativamente poco numerosas en el siglo XVIII, empiezan a proliferar: copas para vino, Oporto, licor, Champagne, ponche. Estos juegos se completaban con botellones, jarros y, también, aceiteras, mostaceras, saleros, azucareras, compoteras, campanas para queso que rivalizaban con los mismos objetos, pero fabricados en porcelana. En referencia a los cubiertos, los cambios son menos espectaculares, pero sus formas y tamaños se multiplican y se disponen características de la mesa moderna- por orden de utilización a cada lado del plato.

(*) Miembro del Consejo de Administración de la Alianza Francesa de Santa Fe.

Los orígenes de la mesa moderna
Los orígenes de la mesa moderna

“Un bar aux Folies-Bergère” (1881, circa), de Edouard Manet.