EDITORIAL

Recuperar la esperanza

Un verdadero estadista sabe sobrellevar sus estigmas políticos, para no renunciar a los principios que alumbran tanto sus fines como los medios de los que se valió para la acción pública. Un mal gobernante pretende esconder sus fracasos para no perder votos, pero no puede sostenerse cuando la mentira se evidencia en el cuerpo social y económico de un país.

En este presente vertiginoso de la modernidad, la historia ya se ha procurado suficiente perspectiva como para juzgar los déficits relativos de la gestión de Raúl Alfonsín. De la misma manera ha sentenciado con un inédito y espontáneo consentimiento, la aprobación de un balance que tiene un significativo saldo a favor.

Más allá de la recurrente sintomatología necrófila de la Argentina, o de los discursos que no pueden trascender el calor del bronce recién fundido, la muerte del ex presidente ha sacudido la adormecida conciencia cívica, ha devuelto la necesidad inexcusable de la construcción republicana.

Hay que ser fundamentalista o autócrata para pretender que la República es apenas una excusa burguesa. El resentimiento con la historia obnubila a aquellos que confunden una encomienda democrática con una investidura mesiánica; la crispación es un camino a la violencia a nombre de quienes se creen dueños de la verdad, y tiene consecuencias imperdonables.

La muerte no beatifica al político; el legado de Raúl Alfonsín no es -no puede ser- la infalibilidad del administrador. La política es el arte de lo posible, pero el último caudillo radical no se excusó de sus falencias porque no abandonó la pretensión de una gestión con decencia, en el camino a la esperanza, en el marco de la ley y con el respeto a la diversidad.

La Argentina reclama recuperar su sentido del futuro, el regreso a este cauce imprescindible delimitado por valores a los que no se puede renunciar. La inédita crisis internacional que amenaza al mundo, no excusa a los ineptos, ni justifica la ilegalidad.

El país vive innecesariamente de tiempos en los que epidemias y desmoronamientos sacuden con muertes la obstinación electoralista; la pobreza no se combate con la mera aclamación progresista. Voces censuradas, economías regionales ahogadas, federalismo fracturado y clientelismo oficialista oscurecen el escenario inmediato.

No es la muerte y ni siquiera es el propio Raúl Alfonsín quien se ha impuesto en la escena nacional. Es la necesidad de volver a las fuentes de la democracia la que se ha expresado, con modos que exponen sentimientos más o menos partidarios, pero que reclaman una producción política superadora.

Las próximas elecciones son una oportunidad para recuperar la esperanza. Unos y otros son responsables de encarnarla en un discurso, en una promesa, pero sobre todo en un compromiso que no puede olvidar preceptos fundamentales.

Con la democracia se educa, se cura y se come, según la sociedad y sus políticos se lo sepan procurar. Sin democracia, con gestiones autocráticas que se encarnan en un voto de ocasión, eso es imposible de alcanzar.