El Señor no volverá

María Teresa Rearte

Hoy se comprende bien que la fe no es para ser vivida de espaldas a la historia. Que no está destinada al hombre en abstracto, como si se tratara de alguien sin pertenencia a una época y una tierra. Por el contrario, la conciencia creyente advierte que el Evangelio es para ser anunciado a todos los hombres. Para ser vivido en espacios plurales.

Si el Concilio Vaticano II ha provocado resistencia, conflictos, y aun excesos, quizás se deba a que hay quienes se han preocupado más por lo que se rompe o se cambia, que por la fidelidad a Jesucristo. Adhesión y rechazo. También falta de coraje para vivir reflexivamente la obediencia de la fe.

Se necesita la fortaleza de la fe para vivir tiempos de cambios y transformaciones. También para entender que el proselitismo ha hecho y sigue haciendo mucho daño a la Iglesia. Y que la tendencia, el afán de “hacer” y de “aparecer”, como si se tratara de un marketing político, atrofia las posibilidades de “ser”. Ciertamente, suena a hueco hablar de reconciliación si no se repara en la injuria de la mentira, dando vueltas alrededor nuestro, con el rostro de una falsa pacificación que no ha descubierto ni reconoce el necesario nexo entre justicia y paz. El débito de verdad que se requiere en la vida y entre las personas. En las sociedades. E igualmente en la Iglesia.

El evangelista Mateo relata la parábola del servidor fiel (24, 45-51), en la cual habla de un patrón que se va lejos y deja a un servidor, para que se haga cargo de la situación. Esto es, con la responsabilidad por la vida de sus compañeros. Con lo cual, en la figura del servidor, nos deja ver la responsabilidad humana con relación a los demás hombres. Tanta como si Dios no existiera. Es una responsabilidad total para con la vida humana, que Dios ha confiado a los hombres. Y por lo tanto debemos respetar y promover. Pero que también podemos destruir.

“Mi señor tardará” (Mt. 25,48). Es como decir, o estar convencido de que no volverá nunca. O de modo más categórico, que el señor, el patrón no existe. Y que no hay nadie ante quien responder por la propia conducta. Y por la suerte que puedan correr nuestros semejantes. Así las cosas, el hombre, la humanidad, pueden hacer lo que les plazca, según sus intereses, mezquindades y proyectos individuales, con la tierra, los bienes, las personas. Con las sociedades.

Dios respeta la libertad del hombre. Pero no menos verdad es que la vida humana nos ha sido confiada. Y con distinto grado de responsabilidad a todos y cada uno de nosotros. Hoy tenemos un marco socio-político harto elocuente para pensarlo.

Las consecuencias que se derivan del planteo y de los hechos son densas, casi diría pesadas, dramáticas. Nos ponen ante la opción de salir al encuentro no del Dios “salvavidas”. Que tapa los huecos. Sino de aquél que da la vida que de diversas maneras se estrecha, humilla y agrede. Hasta se mata. Y hay tantas formas de dar muerte. O de dejar morir en la mayor indiferencia.

No hay que buscar refugio en el ostracismo religioso. La fe no está por encima ni por afuera del tiempo que vivimos. Tampoco de la condición humana actual. E incluso de la vida de la Nación.

Quizás, como hace siglos Agustín de Hipona, tengamos que plantearnos que “sin la virtud de la justicia, ¿qué son los reinos sino execrables latrocinios? Y éstos, ¿qué son sino unos reducidos reinos?”. Porque sin justicia, se disuelve el concepto mismo de Estado. Pero, a la vez, la sociedad civil necesita interpretarse como comunidad moral. Y persistir en la búsqueda de la convivencia y debates que la hagan posible.

La radicalidad de la crisis y tamaños retos nos muestran que, por su parte, la fe no puede consistir ni limitarse a exhortaciones voluntaristas. Tampoco en pensarnos los cristianos como una especie de seres supranaturales, que indican el camino a los demás. Sino aceptar que también hay que aprender de los propios errores y defecciones. Superar las actitudes excluyentes, de atrincheramiento, con las que algunas mentalidades sectarias y proclives al corporativismo, deforman el ser de la iglesia.

Reconstruir el creer pasa por saber que “quien no ama no conoce a Dios, porque Dios es amor” (Jn.4: 8). Pero que mínimamente se debe empezar por respetar la dignidad humana y los derechos del prójimo.

Cuando se aprenda esto y más, puede que se logre estar a la altura de los acontecimientos y exigencias de la historia, en la que Dios ofrece a todos su salvación. Y pueda irradiarse el bien del que muchos bautizados, los más, son capaces efectivamente de realizar. Pero sobre todo podamos concluir que, así, Dios es amado y los hombres también. Lo cual es algo muy distinto del amor propio y la vanagloria personal.

El evangelista Mateo refiere la parábola del patrón que se aleja y encarga a un servidor que se haga cargo de la situación, una parábola que nos habla de la responsabilidad humana respecto de nuestros semejantes. En la ilustración: “La creación de Adán” (detalle), de Michelangelo Buonarroti.

El Señor no volverá