Esta casa ya no tiene música

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“Almacén sobre el camino”, de Norberto Russo.

Por Jorge Isaías

A mi hermano Osvaldo;

a mi madre en la memoria.

Ahora sí que la casa se quedó vacía para siempre. Ahora sí que ya no será nunca más mi casa.

Puedo circular por el patio o internarme entre naranjos y limoneros de la quinta o, mejor dicho, donde ella estaba y ahora sólo los yuyos cubren.

O puedo también caminar agachándome, entre durazneros o damascos o ciruelos evitando sus ramas que ya nadie cuida.

El gato se ha hecho chúcaro y baja de los árboles a mediodía para tomar un poco de sol en el patio desierto. Y por la noche se esconde a comer las sobras bajo el pequeño corredor de madera que mira hacia el oeste.

Pese a que mi padre abre la puerta a los teros, no quieren irse porque tal vez esperan todavía la carne picada que les daba mi madre.

La casa ya no tiene música.

Uno puede oír con distracción el canto de los gorriones, o mirar el vuelo hiperbólico de las calandrias o sobresaltarse con el estridente grito de alguna pirincha solitaria. Pero ya nada más será lo mismo.

Es una frase escueta, que no puede informar el espantoso hecho irreversible, tampoco puede ni podrá relatar, descubrir o transmitir el inmenso dolor que ello encierra.

Es como si en lo mejor de esta maravilla que es la vida un zarpazo de fiera nos arrancara un brazo. O tal vez esto sea peor, porque el dolor no es físico, no se ve, pero persiste más, es como eterno, como nuestro para siempre. Digámoslo de una vez: algo ha sucedido que nos cambió la vida.

Pero está la noche. Pero está el sueño, donde viene joven, puntual, persistente a visitarme mi madre. En esa inconsciencia, en ese sopor confuso a veces me habla y al despertarme no me acuerdo de sus palabras.

Ahora que ella no está nos damos cuenta de que nos contenía a todos con su apariencia frágil y de algún modo entendía todo con su simple razonamiento de mujer de pueblo. Escribí deliberadamente “mujer de pueblo”, consciente de que es ya una frase devaluada en la rutilante posmodernidad, pero a mí me hace bien usarla, porque yo también soy hombre de pueblo, un hijo de obreros que son el pueblo. A nadie pediré permiso para exhibir mis orgullos.

Y no tengo otros orgullos, por otra parte.

Sé que mis frases no están de moda, pero a mí me gustan porque siempre detesté las modas. Y estoy siempre solo con mis recuerdos.

En los tiempos en que ella vivía, cuando yo regresaba para estar en casa reparando fuerzas, aparecía presurosa con el mate e improvisaba sobre esa cocina tan vieja alguna comida que me devolvía todo el sabor de la infancia al paladar.

Como cuando yo correteaba por la siesta suspendida de mi pueblo y ella ocultaba a la severidad de mi padre las travesuras inocentes o cuando curaba las heridas con infinito amor, esas heridas que producían las espinas de las acacias o las alambradas de púas, tan traidoras.

Curiosamente, mi madre no era de exteriorizar sus afectos con besos o caricias, pero su vigilante amor todo lo daba a entender, su amor ocupaba toda la casa y nuestros miedos y nuestras miserias; quiero decir incluso nuestras propias defecciones cuando ya fuimos adultos.

Pasé los últimos treinta años viéndola muy poco y eso ya no tiene remedio.

Yo me vine a estudiar y no volví a vivir en el pueblo. Tenía 17 años y una confianza en mí mismo que hoy me resulta temeraria. Ella se quedó llorando abrazada a la inefable tía Anécdota, mi segunda madre.

Sin embargo, por encima de todos los grandes dolores, el amor, el desencuentro, los golpes —“¡tan fuertes, yo no sé!”—, está vívida, entera, irremplazable, mi madre.

Y viene enmarañada en la memoria con todo el olor de la albahaca, en el ruido que producía el cuchillo picando el perejil para la salsa de las pastas del domingo que ella misma amasaba.

Mi madre ahora se ha muerto y yo le escribo porque no me quedan más lágrimas para llorarla. Tal vez mi hermano tenga razón y ella nunca podrá abandonarnos porque está en lo mejor de nosotros.

Y si ahora la nombro es porque quiero dejarla viva para siempre, ahora que no veré más su batón de flores descoloridas trajinando entre tomatales y pimientos, en el alba aquélla en que se nos fue para siempre.

Ahora quiero pelearle duro al recuerdo, porque me han dicho que si uno se pone testarudo y firme hay un duende que por las noches nos las regresa lindas y jóvenes como siempre a todas nuestras madres.

Verano, 1995.

 
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Almacén de Ramos Generales. Coronda. Foto: Archivo El Litoral