Entrevista a Gabriel Báñez

“La cultura es la enfermedad”

El escritor y periodista Gabriel Báñez (La Plata, 1951) ganó recientemente el concurso literario Premio Internacional de Novela Letra Sur, organizado por el Grupo Jornada de la provincia de Chubut y la editorial El Ateneo, con “La Cisura de Rolando”, término médico para localizar la región del cerebro que separa el lóbulo frontal del parietal, y asimismo, nombre del protagonista de la novela. Dividida en dos partes, la primera aborda la singular infancia y adolescencia del personaje, que estando imposibilitado del habla, aprende y ejercita otros medios de comunicación y comprensión del mundo. La segunda retoma las vicisitudes de Rolando, ya adulto e ingeniero, tras acudir a una terapia lacaniana, cuyos resultados convierten el libro en una sátira desopilante. Autor de una docena de novelas, -entre las que se destacan “Hacer el odio” (1985), “El curandero del cuarto oscuro” (1990), “Octubre amarillo” (1994) y “Cultura” (2006)-, Báñez es además periodista en La Plata. En “La Cisura de Rolando”, Bánez se presenta dueño de un estilo de muy particular expresividad plástica. Por momentos sobria y por otros cínica, la novela logra representar mucho más que las funambulescas peripecias de un afásico. Hay en Báñez ecos de Swift, de Arturo Cancela, de Bernardo Jobson. Con un humor corrosivo, el libro ofrece, a su vez, el panorama de toda una sociedad y una época histórica; la Argentina actual, para legarnos por sobre todo, un sutil homenaje al lenguaje.

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Por Augusto Munaro

—¿Qué lo llevó a escribir “La Cisura de Rolando” en primera persona y con un protagonista que pierde el habla?

—La primera persona de Rolando es la tara. Tengamos en cuenta que una perspectiva, narrativamente, no es una cuestión técnica si no de conciencia: dónde me ubico con relación a lo que voy a contar, cuánto de mí está involucrado, qué distante estoy o cómo me afecta, etc.

—El silencio de Rolando, el trastorno del lenguaje que padece, ¿es simbólico en más de un sentido?

—Todo es simbólico; el lenguaje en sí mismo es grafía y símbolo designativo. El lenguaje trópico o traslaticio también va adquiriendo nuevas designaciones referenciales. Palabras vulgares que designan cosas y luego mutan: bala, pensemos. Pero si alguien dice “ese tipo es bala o balín”, bueno, la cosa cambia. Ahora bien: en Rolando el presunto trastorno adquiere connotación negativa en quienes lo rodean. El personaje, al revés, lo supera a partir de otros lenguajes.

-—Llama la atención la solvencia con que usted aborda conceptos de electricidad, galvanismo y neurología. ¿Hizo algún trabajo de investigación para ello?

—No, ni idea. Palabra: no tengo la menor idea de qué es un electrón o una celda electromagnética. Ese nulo saber lo aplica a la idiosincrasia femenina porque nadie tampoco sabe qué es una mujer. Y cuando lo sabemos, ya es tarde. Los hombres siempre estamos tarde de todas las cosas.

—En su particular humor, rasgo característico de su escritura, ¿cuál es exactamente la cuota de cinismo?

—La cuota de cinismo, me han dicho, me torna insoportable. Yo, sin embargo, logro prorratearla y llevarla en cómodas cuotas diarias, mensuales a veces. Depende. Eso la hace soportable. Sin embargo, es parte de mi vulnerabilidad, del tipo enormemente precario que soy. El humor es mi pobre recurso ante la desesperación.

—Báñez, ¿es Rolando un resentido, un paranoico? ¿Es posible describir su personalidad?

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“El oro del azul del cielo”, de Joan Miró.

—Rolando es un personaje fatalmente ingenuo, las notas de resentimiento que se le pueden advertir son patadas a ciertos lugares comunes: modelos o actrices que adoptan niños en Nairobi. La burla, el Rolando de la segunda parte, la traslado a nuestra frontera con Bolivia. Me asquea la gente que se conmueve de a ratos ante la miseria. Como la paranoia: Rolando es “de a ratos paranoico”. En esencia, no obstante, yo diría que es un ingenuo.

—En un pasaje de la novela, el protagonista dice: “Uno jamás escribe lo que quiere decir ni dice lo que verdaderamente siente”. ¿Comparte usted esa afirmación?

—Sí, la comparto de a ratos. No siempre uno dice lo que dice ni tampoco lo que siente. Cree estar diciéndolo. Ese convencimiento o noción es la mayor trampa del lenguaje. Somos víctimas del lenguaje; él nos construye así como nos retiene. Nos moldea y nos hace creyentes. La mejor trampa del lenguaje es idéntica a la del diablo. Pero convivimos con él, y más: madre es lenguaje, padre es escritura.

—Usted decía que con la redacción de “La Cisura de Rolando” aprendió discretamente a dudar de su yo referencial. ¿Por qué?

—Discretamente he aprendido a dudar del yo referencial porque no hay nada más mentiroso que el yo. Las ficciones acaso más puras en el estricto sentido lato del término son las autobiografías. Uno dice o escribe yo y ya deja la marca iniciática de la mentira, del lenguaje. La escritura, la máscara.

—Cuando usted escribía este libro, ¿cuáles eran las prioridades que consideraba indispensables conservar y explorar?

—Las fallas de la escritura, ciertas fisuras que intuía y dejé intactas durante el proceso de corrección. Conversando con José Donoso, me decía: “Hay fallas geológicas que aparecen en la escritura y ésas son verdaderas, hay que dejarlas intactas”. Lo creo. Por esas zonas respira el texto, lo más orgánico, fallido y anárquico de la novela, en este caso. Por eso admiro tanto a un escritor menor como John Fante: él deja sus fallas a la vista, las costuras, los hilvanes. Digamos que soy un hijo bobo de Fante.

—Alguna vez declaró que sus novelas tenían que ver con la disfunción que yace en toda la cultura. ¿Podría explicar por qué?

—Porque la cultura es la enfermedad.