Llegan cartas

Apología del chambón

Alberto Niel.

En todos los órdenes de la actividad humana existen tres clases de individuos: los superdotados, los mediocres y los infradotados.

Los primeros constituyen una minoría de genios (la excepción), talentos y campeones. Son los triunfadores, conocidos y admirados por el resto, siendo estos últimos los reyes temporarios del espectáculo... hasta que dejan de serlo, época trágica para los que no se resignan a soportar lo inevitable y predecible pero no asumido. El segundo grupo lo constituye la enorme mayoría que hace toda clase de cosas sin que su nombre aparezca en carteleras ni en los medios de comunicación masiva. Pero el que me interesa poner de relieve y destacar es el integrante del último grupo, el de los “chambones” en el deporte, los torpes, los “pataduras” del fútbol, los “plomos” de la natación, que cuentan con mi personal simpatía y aprecio por su vocación deportiva, por su afán de mejorar, por el placer que encuentran en su práctica, que los beneficia en todo sentido, individual y social y que son motivo de escarnio y de crueles bromas por parte de quienes cultivan el estúpido y cruel humorismo agresivo de la “cachada”, tan frecuente en quienes nada hacen y para nada sirven.

Entre los chambones he encontrado muchos personajes de excepción, brillantes en otro orden de cosas: funcionarios, médicos, abogados, contadores, literatos, escritores, poetas, pintores, etcétera, excelentes ciudadanos y amigos, mucho más que entre campeones, más preocupados por enaltecer su “ego” que por los demás, salvo contadas excepciones santafesinas que rescato: Pedro Candioti, Raúl Calvo, Ricardo Crespi, Jorge Niklison, Waldemar Castaño, Urbano Samatán y varios más a los que quise y quiero, aprecio y respeto.

En varias oportunidades y circunstancias, practicando variados deportes que me eran familiares y en los que ya era experto, advirtiendo la exclusión deliberada de chambones, los invité a compartir tenidas de pelota a paleta, básquet, tenis, box, o lo que fuere, incluyendo el ajedrez, enseñándoles, corrigiéndolos o instruyéndolos en su práctica, buscando atenuar la desazón y sensación de frustración que les provocaba el rechazo y el repudio a alternar con ellos de ciertos presuntuosos campeones de pacotilla. Al cabo de muchos años he podido apreciar el agradecimiento de esa gente al ver cómo recuerdan esos episodios, intrascendentes para mí pero importante para ellos, con frases emocionadas como “Nunca me olvidaré que vos fuiste el único que nos dio bolilla. Muchas gracias’”.