EDITORIAL

Cuando el Estado

satura los tribunales

El reclamo de los jueces por mayor presupuesto, infraestructura acorde a la demanda y las modificaciones legislativas necesarias para reducir el volumen de causas que se inician de manera constante y acelerar su tratamiento, mereció en su momento algunos cruces con el gobierno nacional, una serie de gestos y gestiones de buenos oficios y también, recientemente, una inédita manifestación pública de magistrados en todo el país.

Naturalmente se trata de una problemática compleja, cuyas numerosas aristas merecen una detenida consideración en sí mismas, además de la que atañe a su grado de influencia en la situación general. Una problemática en la que, por lo demás, y más allá de chicanas de ocasión y tan diplomáticas como genéricas asunciones de responsabilidad, tiene en el compromiso de los propios jueces un componente importante.

Pero el análisis no puede excluir un factor de suma importancia, que a la vez resulta revelador de inveterados vicios de gestión política, incompatibles con las pautas de la buena administración y el respeto por los derechos constitucionales de la ciudadanía.

Y es que, como el mismo presidente de la Suprema Corte de Justicia ha reiterado en numerosas oportunidades, muchos de los expedientes que atosigan los tribunales fueron generados por el propio Estado, y motivados en la reticencia a cumplir con sus obligaciones, sobre todo en materia de seguridad social. De hecho, el 90 por ciento de los trámites cursados en este fuero resultaron de presentaciones hechas por Anses.

De esta manera, la cuestión de fondo que se proyecta es la existencia de un Estado, o al menos un grupo de funcionarios que lo representan, que incumplen deliberadamente las obligaciones a su cargo, con la expectativa de dilatar por tiempo indeterminado una definición a partir de la incertidumbre que generan los derroteros burocrático-procesales. O bien, lisa y llanamente -como denunció el presidente de la Corte- adoptan el temperamento de no cumplir las sentencias con las que no están de acuerdo.

En cualquier caso, la actitud es doblemente dañina y lesiva, ya que contribuyen a la privación de justicia en general coadyuvando al colapso del sistema judicial, y se la niegan en particular a los legítimos titulares de un derecho efectivamente reconocido, con el agravante de que muchas veces se trata de personas cuya expectativa de vida ya no es demasiado extensa, y en reiteradas ocasiones fallecen antes de obtener lo que les corresponde.

Que las reglas sean claras, precisas y ejecutivas, es la base necesaria para que el andamiaje tribunalicio funcione de manera satisfactoria, liberado de los excesos artificiosos de litigiosidad y los perniciosos efectos de la llamada “industria del juicio”. Pero para que ésto realmente sirva, es necesario que las autoridades estén dispuestas tanto a exigir y controlar el cumplimiento de esas normas, como a cumplirlas a su vez; en lugar de escudarse en estrategias mezquinas que complican a las instituciones y desmerecen su desempeño al punto de poner en riesgo las propias bases de la democracia.