A la hora de la siesta

Por Selva Almada

A la hora de la siesta, nos escabullíamos fuera de la cama y nos trepábamos a la higuera. Acostados en las ramas más gruesas mirábamos las hojas, casi blancas del revés; los higos maduros bamboleándose como jóvenes escrotos sobre nuestras cabezas, chorreando almíbar por los reventones de su finísima piel morada; el vuelo incesante de las avispas negras y las diminutas moscas azules girando a su alrededor.

El sol, que se colaba entre las hojas, nos dibujaba manchas de luz en la cara y los brazos y las piernas. Parecíamos cachorros de algún extraño animal dorado cruzado con hombres en una cópula mágica.

A veces nos dormíamos.

Desde la umbría profundidad de la copa nos cuidaban las arañas con sus cuatro pares de ojos bien abiertos.

A veces permanecíamos despiertos.

El silencio espeso de la hora tenía algo aterrador. No sólo la noche estaba llena de criaturas temibles; también existían los monstruos vespertinos. La solapa, los sátiros, los duendes vagaban bajo la luz del sol, sedientos, alentados de maldad, a la caza de niños desobedientes. Niño Valor y yo lo sabíamos. Pero era tan lindo estar fuera de la cama, de las sábanas pegajosas, del cuarto oscurecido, abanicados por las hojas de la higuera y las alas de las moscas como los pájaros, como los monos.

Para espantar el miedo hablábamos del padre del Niño Valor que estaba muerto o, por lo menos, eso decían y preferíamos pensar que era cierto. De haber estado vivo, estaría con Niño Valor y su madre, como todos los padres vivos de los chicos que conocíamos. Como el mío.

Desde el Cielo, su padre nos cuidaba; vigilaba los alrededores de la higuera para que nada ni nadie pudiese tocarnos. Su padre era un ángel con alas grandísimas que le permitían ir de un lado a otro cuando le daba la gana o quedarse suspendido en el aire con tan sólo desplegarlas. Cuando Niño Valor fuera grande sería igual a su padre, pero sin las alas porque las alas, en el mundo de los vivos, son un estorbo.

Recreábamos para él muertes gloriosas. Era bombero y moría abrasado por las llamas, luego de salvar a un niño y volver a meterse en el fuego para buscar a la mascota. Era fumigador y su avioneta estallaba sobre un campo de lino por una falla mecánica. Construía un puente entre una ciudad y otra sobre un río negro y ancho, y caía al agua y aunque era un excelente nadador, los camalotes del fondo le atrapaban las piernas y no podía salir a flote. Cada vez una muerte trágica porque qué tragedia más grande hay para un niño que no saber quién es su padre.

Por más que quisiera al mío, a veces envidiaba a Niño Valor por tener un padre alado, por tener un padre que había sido un hombre heroico y ahora era un hermoso ángel.

En cambio el mío, era un padre pedestre. Había sido obrero en Intemec, pero nunca había tendido un puente, sólo cables de luz entre un poste y otro. Había sido el crack del club San Jorge, pero cuando era el novio de mi madre y yo todavía no había nacido. Se transportaba en bicicleta porque no tenía plumas en los brazos. Trabajaba en Obras Sanitarias desde que el Carlos Carruega ganó el gordo de navidad y dejó el puesto, y lo más cerca del cielo que podía llevarme era sobre sus hombros. Poca cosa para competir con Niño Valor y su angélico padre.

(Capítulo 5 de “Niños”. En “Una chica de provincia”, op. cit.).

A la hora de la siesta

 

“La canción del abismo”, de José Marchi.