Roberto Arlt (I)

La singular visión de un gran escritor

Rogelio Alaniz

Fue el autor preferido de mi juventud. Después pasaron muchos años y, por un motivo u otro, dejé de leerlo. Conversando con amigos decía, no hace mucho tiempo, que no me animaba a regresar a él por temor a desencantarme. Los amores juveniles tienen esas cosas; a veces, es mejor dejarlos durmiendo en el cofre de los recuerdos que sacarlos a la luz para admitir que debajo del polvo de los años no hay nada o lo que hay son cristales rotos, fragmentos de un espejo astillado por donde se han escabullido los sueños de la juventud, si es que alguna vez hubo algo que merezca ese nombre.

No fue así. Regresé a Arlt y volví a sucumbir al hechizo de su prosa, esa prosa que algunos críticos condenaron o desvalorizaron en nombre de la perfección de un estilo, sin saber que esa presunta desprolijidad de Arlt, ese lenguaje torrencial, caótico, a veces enrevesado, cargado de adjetivos suntuosos y adverbios sonoros, era la consecuencia de un gran estilo, de un estilo original, creativo, como corresponde a los escritores, a los grandes escritores, a aquellos que “ven” algo diferente y lo expresan de un modo diferente.

Creo que es innecesario defenderlo a Arlt. Los mejores críticos argentinos lo han hecho y, hasta el día de hoy, quienes se acercan a sus textos se siguen sorprendiendo ante la calidad de sus percepciones. No, no hace falta defenderlo; lo que hace falta es leerlo, recomendarlo, acercarse a un amigo o a un joven con “Los lanzallamas” o “Los siete locos” en la mano y decirle que tiene la oportunidad de descubrir la mejor literatura argentina, una literatura que no tiene nada que envidiar a Borges, Onetti, Bioy Casares o Macedonio Fernández.

Roberto Arlt murió el 26 de julio de 1942. Tenía cuarenta y dos años. Vivía con su mujer en una casa modesta de Belgrano y esa mañana ella le preguntó la hora. “¿Qué hora es?”, preguntó y él dijo: “No sé”. Fueron sus últimas palabras. El infarto fue fulminante. Un tiempo antes había escrito: “Algún día moriré y los trenes seguirán caminando y la gente irá al teatro como siempre y yo estaré muerto para toda la vida”.

Se escribió mucho sobre Arlt. Y, como suele ocurrir en estos casos, se dijeron cosas importantes y cosas innecesarias. Recuerdo que la primera biografía que leí fue la de Raúl Larra, escritor comunista que en su momento había publicado una gran biografía de Lisandro de la Torre. Después, los intelectuales de “Contorno” empezaron a estudiarlo. Así fue cómo descubrieron que Arlt era algo más que un escritor proletario o un critico ideológico del capitalismo o un pequeño burgués bohemio. Sus temas, si es que en literatura los temas tienen importancia, eran los marginales, los desesperados, pero siempre había algo en sus textos que no encajaba con las categorías clásicas de la crítica. Ese “algo”, esa “diferencia”, ese “ toque” distintivo era la prueba evidente de un gran escritor, de un creador.

Todos quisieron apropiárselo. Los comunistas recordaban que había escrito en sus diarios y que era un íntimo amigo de Leónidas Barletta; los peronistas decían que en los años cuarenta la Argentina cambia porque irrumpen el peronismo y Roberto Arlt. Los anarquistas juraban que era uno de los suyos; los más conservadores recordaban su amistad con Ricardo Güiraldes.

Cada uno defendía su cuota de verdad, pero lo cierto es que Arlt los desbordaba a todos. Políticamente era inclasificable. Podía ser anarquista, izquierdista, populista, pero su realidad estaba más allá y más acá de esas calificaciones ideológicas y políticas. Una aclaración corresponde hacer: no adhería a ninguna capilla, pero nunca fue de derecha.

Como por el lado político no había manera de encasillarlo, empezó a circular la idea del genio incomprendido, del genio rebelde, del analfabeto o semianalfabeto que desde la bohemia y la locura escribía párrafos extraordinarios. El propio Arlt trató de alentar esa imagen sobre sí mismo. Cambiaba sus fechas de nacimiento, exageraba algunos costados marginales de su adolescencia. Digamos que él mismo contribuyó a alentar una determinada leyenda que, como toda leyenda, tenía algo de verdad y mucho de mentira.

Siempre dijo que había ido hasta tercer grado y que lo echaron de la escuela por inútil. No es cierto. O, por lo menos, no es tan cierto. Siempre dijo que no le interesaba el gran estilo, que sus lecturas eran precarias y que su literatura nacía de la inspiración y el trabajo. También es una verdad a medias. Arlt escribía con desesperación, en los lugares más incómodos y los horarios más extravagantes, pero era sistemático, reflexivo y muy crítico de su obra.

Pero su mentira más grande es la que pone en duda su cultura literaria. Arlt conocía a los clásicos, conocía a los autores de su tiempo, siempre estaba interesado en las novedades y era un feroz crítico de los escritores promocionados por la Academia, como lo pudieron atestiguar Larreta y alguno de sus epígonos.

Es mentira que el estilo de Arlt sea malo o desprolijo. Cortázar, que lo quiere pero no termina de digerirlo, manifiesta su extrañeza por este escritor que, cuando escribe mal, produce la mejor literatura y, cuando empieza a escribir bien, el estilo mejora pero se debilita la literatura. Sin proponérselo, Cortázar retorna a los lugares comunes de cierto romanticismo aguado. Arlt escribe bien porque escribe mal. ¿Así hay que decirlo para que se entienda? “El juguete rabioso”, “Los siete locos” y “Los lanzallamas” puede que estén mal escritos, pero poseen el brillo, el resplandor de la gran literatura; “Amor brujo” está mucho más pulido, pero la gran literatura se opaca.

¿En qué quedamos?, ¿hay que escribir mal para escribir bien? Una buena pregunta que admite varias respuestas. En principio, para empezar a hablar, no está de más regresar a Stendhal y a su definición del estilo literario; “Añadir a un pensamiento dado todas las circunstancias propias para producir todo el efecto que ese pensamiento debe producir”. Si esto es así, el estilo de Arlt es impecable y, como todo estilo, es original e irrepetible.

Como los grandes escritores, como los grandes artistas, en la obra de Arlt hay una singular visión del mundo, una percepción arltiana precisa y compleja. Arlt no escribe mal, Arlt recurre a procedimientos nuevos para expresar un universo propio que no podría expresarse con otras palabras. Arlt no copia, crea, pero esa creación rompe con los códigos establecidos por la tradición. Esto no lo digo yo. Con otros términos y con abundancia de consideraciones más extensas y académicas lo dicen Beatriz Sarlo, Ricardo Piglia, David Viñas, Oscar Masotta, Sylvia Saitta.

El gran Cortázar, después de extensos rodeos, termina por rendirse al encanto de Arlt y concluye su prólogo citándolo: “Mi propósito es evidenciar de qué manera busqué el conocimiento a través de una avalancha de tinieblas y mi propia potencia en la infinita debilidad que me acompañó hora tras hora”. Cortázar agrega luego: “De esas incoherencias, de esas debilidades nacerá siempre la interminable, indestructible fuerza de la gran literatura”.

Arlt “inventa” una ciudad de Buenos Aires. A la ciudad de casas bajas y esquinas rosadas de Borges, Arlt le opone una ciudad caótica, vertiginosa, desaforada; una ciudad de rascacielos inmensos, avenidas tortuosas, calles recorridas por multitudes anónimas. Arlt percibe una ciudad de cemento, tubos de neón, luces fosforescentes. Las ciudades de Arlt se disparan hacia el futuro, pero arrastran el pasado, el pasado más sórdido y triste. Las ciudades son pujantes pero en sus repliegues esconden la mugre, la miseria y la pena. Arlt mira lejos, pero esa lejanía que observa no lo convence.

Él mismo lo dice: “Escribir desechos de pena para no salir a la calle a tirar bombas o a instalar prostíbulos, aunque la gente nos agradecería más esto último”. Típico de él. Esa mezcla de santo y rufián. Arlt, entonces, es Erdosain sentado a la mesa de un bar, mirando una ciudad devastada recorrida por hombres derrotados y mujeres lastimadas. O Haffner, caminando por Suipacha y Diagonal, especulando sobre la conveniencia de irse a vivir con una santa o una prostituta un segundo antes de ser baleado, dando lugar a uno de los grandes capítulos de la literatura: “La agonía del rufián melancólico”. (Continuará)

Inclasificable. Pese a intentos diversos, nadie pudo apropiarse de un artista que no encaja en precisos moldes ideológicos o literarios. Tan oscuro como luminoso, nos legó una obra única.

Retrato de Arlt, realizado por Rubens J. A. Ettomi

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