Crónica política

Pensar la Nación

Rogelio Alaniz

“El problema de los políticos es que les mienten a los periodistas y después, cuando leen en los diarios lo que dijeron, piensan que es cierto”. Karl Kraus.

Los grandes acuerdos nacionales se celebran cuando los protagonistas dejan, aunque más no sea por un momento, sus intereses inmediatos de lado para pensar en grande. A veces una guerra, a veces una bancarrota económica, moviliza y sensibiliza a las clases dirigentes para pensar en grande.

Más de un observador político señala que las grandes naciones se han recuperado después de haber tocado fondo. El ejemplo de Europa en el siglo veinte así lo demuestra. Algo parecido pueden decir Japón y los tigres asiáticos.

La pedagogía de la tragedia nacional deja sus buenas lecciones, pero ninguna nación en serio va a alentar una tragedia espantosa especulando con las buenas enseñanzas que ella le dejará al futuro. Nadie desea pasar por el delirio de Hitler o el infierno de Hiroshima para ser luego una nación desarrollada.

Para el sentido común, la Argentina ha tocado fondo varias veces y, sin embargo, no hemos aprendido. A contrapelo de esta posición están los que señalan que precisamente la Argentina navega en la crónica decadencia porque siempre se las arregla para no tocar fondo, aunque luego habría que agregar que también se las arregla para nunca salir a la superficie. Somos, en definitiva, una nación que flota a duras penas. “Países emergentes” o “países en vías de desarrollo” califican los cientistas políticos y los economistas a esta singular manera de navegar en la historia.

La Argentina hoy está en los umbrales de una crisis que, como toda crisis seria, puede ser simultáneamente política y económica. Se dice que toda crisis es una oportunidad, pero también se afirma que los argentinos somos expertos en perder oportunidades. En principio, una crisis compromete a todos, o, para ser más precisos, a toda la clase dirigente. Opositores y oficialistas no pueden hacerse los distraídos más allá de las posiciones que unos y otros ocupen en el escenario público.

Un rasgo distintivo de responsabilidad de una clase dirigente es poner en discusión los temas que importan. Así han actuado todas las clases dirigentes que se propusieron fundar o refundar una nación. En la Argentina, el tratado de San Nicolás, la Constitución de 1853, la federalización de Buenos Aires y la creación de un verdadero Estado nacional fueron los hitos decisivos que permitieron hacer al decir de Halperín Donghi- una nación en el desierto argentino y un Estado moderno en la anarquía criolla.

Por supuesto que estos logros no transitaron por un camino de rosas. Hubo tensiones, ajustes y, en más de un caso, formidables procesos represivos, pero lo cierto es que se arribó a buen puerto. Ningún modelo político es perfecto; el de la generación del ochenta está muy lejos de serlo, pero lo que está fuera de discusión es que se logró diseñar un modelo, perfectible, con debilidades evidentes, pero modelo al fin.

En la Argentina del siglo XXI estamos muy lejos de realizar una proeza semejante. El gobierno es malo; sin embargo, la oposición no promete ser mucho mejor. Se discuten algunas cuestiones puntuales de la coyuntura, se emparchan algunos desgarrones, pero de lo que importa no se habla o se habla poco.

Con todo derecho alguien puede preguntarme qué es a mi juicio lo que importa. Dos campos estimo que deben ser atendidos en serio si realmente queremos hacer las cosas bien. Desde el punto de vista político se impone asegurar en serio una república democrática, con poderes constitucionales independientes, burocracias eficientes; un régimen federal que asegure las autonomías políticas y respete el federalismo fiscal; reformas impositivas claras que graven la riqueza, alienten la productividad y sancionen la especulación, y con una ciudadanía capaz de ejercer sus derechos y asumir sus deberes.

En definitiva, lo que importa desde este punto de vista es producir una verdadera reforma estatal. Una que reformule las relaciones sociales en un sentido moderno y progresista. Lo he dicho en notas anteriores: lo que se haga o se deje de hacer con el Estado distingue a una gestión progresista de una reaccionaria. Se puede hablar muy lindo sobre la distribución de la riqueza o derramar lágrimas sobre el dolor de los pobres, pero lo que importa en todos los casos es saber qué se hace concretamente en materia estatal, qué instituciones nuevas se fundan o se recrean.

No hay objetivos grandes en política que no incluyan la presencia de un Estado que funcione. Dicho con otras palabras: el Estado es la palanca; si no se cuenta con ella o la palanca está rota o atrofiada, poco y nada se puede hacer.

El otro campo indispensable a desarrollar desde una gestión de gobierno es el económico. También en este punto tenemos una asignatura pendiente o, según se mire, varias asignaturas pendientes. Los grandes problemas de la economía en un mundo globalizado y en una Argentina con serias dificultades para insertarse en el mercado no se discuten. La Argentina tiene que crecer, tiene que desarrollarse y debe hacerlo con justicia, eficacia y equidad.

A juzgar por lo que se habla en los cenáculos políticos y en las mesas de debate televisivo, estos temas brillan por su ausencia. Plantearse el desarrollo en democracia implica asumir una suma de desafíos complejos. La tarea no es sencilla, no existen recetas elaboradas de antemano, pero, si se quiere asumir con dignidad el siglo XXI, a estas tareas hay que hacerlas o empezarlas a hacer.

Para ello es necesario arrogarles sus respectivos roles al Estado y al mercado, definir qué sectores se van a priorizar para una estrategia de desarrollo y con qué recursos se va a disponer. No hay desarrollo nacional al margen de la globalización y al margen de las grandes innovaciones científicas y tecnológicas.

La Argentina necesita saber qué lugar le corresponde en el mundo y para eso hay que determinar con qué ventajas comparativas y competitivas vamos a participar en el mercado. Es una tarea ardua pero no imposible. Existen experiencias interesantes en el mundo y, sobre todo, existe nuestra propia experiencia de fracasos persistentes con algunos que otros ocasionales aciertos.

Esta tarea debe ser la tarea de una generación, de la totalidad de una clase dirigente. Un plan de desarrollo que merezca ese nombre es, en el más modesto de los casos, una tarea de veinte años. Se necesita que en algunos puntos centrales la totalidad de la clase dirigente esté de acuerdo.

Un gobierno no alcanza a cumplir con esta misión, pero es importante que un gobierno dé el puntapié inicial. Una nación que merezca ese nombre es una fuerte voluntad orientada hacia un gran objetivo. En el camino quedan muchos temas a discutir, pero la clave del desarrollo es compartida por todos. Un gobierno debe ser, en ese sentido, la continuidad del otro, no su negación

Esta verdad la aprendieron los chilenos que, desde hace más de veinte años, mantienen la nave en un rumbo central y, después, discuten sobre otros temas. También la conocen los brasileños. Lula y Cardoso tienen más puntos en común que lo que ellos están dispuestos a admitir de la boca para afuera. Lo mismo ocurrirá con el presidente que suceda a Lula.

En Uruguay, el escenario político es parecido. Sanguinetti y Vázquez tienen visibles diferencias ideológicas y políticas, pero en los puntos centrales de gestión y organización estatal coinciden y no tienen ningún reparo en decirlo. Mujica y Lacalle más o menos se han manifestado en la misma dirección.

¿Podrá la Argentina estar a la altura de las circunstancias? Hay buenos motivos para ser pesimista y algunas buenas razones para ser optimista. No obstante ello, habría que recordar que un axioma básico del mundo social recuerda que el optimismo y el pesimismo son categorías ajenas a la política. Lo dijo Gramsci de otra manera: podemos ser pesimistas porque a veces la inteligencia nos da señales inequívocas, pero en todos los casos estamos obligados a exigirle a nuestra voluntad la cuota indispensable de optimismo sin la cual ninguna empresa nacional es posible.

Pensar la Nación

En foco, el Congreso de la Nación Argentina. Plantearse el desarrollo en democracia implica asumir una suma de desafíos complejos.

Foto: Archivo El Litoral