La masacre de Trelew (II)

El baño de sangre

Rogelio Alaniz

Con las tragedias casi siempre ocurre lo mismo: los indicios de que lo peor puede suceder están en el aire, se respiran, se sienten, pero pareciera que los protagonistas se resisten a asumirlo. Lo sucedido en Trelew el 22 de agosto de 1972 no fue la excepción. Una semana antes, los diecinueve guerrilleros ingresaban a la base Almirante Zar y se suponía que en poco tiempo todo volvería a la normalidad. No fue así y, conociendo a los protagonistas, no había razones para suponer que debería haber sido así.

Ni bien los guerrilleros se entregaron a las Fuerzas Armadas, abogados y familiares se hicieron presentes en la ciudad de Trelew, para tratar de asistir a los detenidos. Por supuesto que la alternativa de una masacre estaba presente, pero nadie esperaba que el desenlace sería tan brutal, tan salvaje. Conozco de esos estados de ánimo porque a mí también me dominaban en aquellos tiempos. Del enemigo se piensa lo peor, pero pareciera que entre lo que se piensa y lo que efectivamente ocurre hay una distancia que nunca se va a recorrer. En esas circunstancias, pensar en lo peor es como hacer un ejercicio de la imaginación o la fantasía, pero confiando en que la realidad es algo diferente.

Lo singular de Trelew es que esa vez la imaginación -en sus versiones más macabras- y la realidad se juntaron. Las peores pesadillas se hicieron visibles: los militares mataban, y poco o nada les importaba justificar legalmente su conducta. En 1976 se repetiría en una escala superior algo parecido. Lo siniestro se hará realidad y no quedará otra alternativa que padecerlo.

De acuerdo con los relatos de los abogados, el clima en Trelew olía a pólvora y a ceremonia fúnebre. Los militares no dejaban aproximar a nadie a los cuarteles. Se paseaban en vehículos armados hasta los dientes y el trato a los civiles, incluidos los jueces, era indiferente o agresivo. Los militares controlaban la situación y allí no había lugar ni para Habeas corpus ni para madres llorosas.

Desde que los guerrilleros se entregaron hasta que fueron ejecutados pasó una semana. Los militares dispusieron del tiempo necesario para evaluar la situación con la cabeza fría, como se dice en estos casos. Lo que hicieron, por lo tanto, no fue el producto de un arrebato o de una calentura. Todo estuvo planificado, la planificación no fue perfecta y en más de un punto hubo improvisación, pero la decisión de matar fue el producto de una orden impersonal, fría, metálica.

El 22 de agosto, pasadas las tres de la mañana, los presos fueron obligados a formar fila al frente de sus celdas. Cuando los disparos empezaron a sonar, la mayoría no tuvo tiempo de nada, ni siquiera de prepararse para morir. El operativo fue eficaz pero desprolijo. Es como que los verdugos no disponían de todo el tiempo del mundo para cumplir con su faena macabra. ¿Temían a alguien?, ¿fue una decisión de un grupo de locos?, ¿por qué estaban tan apurados? Insisto: el argumento de un arrebato de los verdugos es tan poco creíble como la teoría oficial del intento de fuga.

La decisión de asesinar a diecinueve guerrilleros no la toma un oscuro capitán de la Marina, del mismo modo que a guerrilleros expertos no se les ocurre fugarse cuando no tienen la más remota posibilidad de hacerlo con éxito. Especulaciones más, especulaciones menos, lo cierto es que los hechos ocurrieron como los conocemos. Los presos salieron a la puerta de sus celdas y fueron abatidos. Después, los verdugos recorrieron celda por celda para darles el tiro de gracia a cada uno de los caídos. Así y todo seis guerrilleros quedaron con vida; tres de ellos murieron horas más tarde, pero otros tres se recuperaron y son los que relataron lo que sucedió esa noche trágica.

Conviene recordar los nombres de los muertos: Ana Villarreal de Santucho, Jorge Ulla, Humberto Toschi, Humberto Suárez, María Sabella, Mariano Pujadas, Miguel Polti, José Mena, Susana Lesgart, Clarisa Lea Place, Alfredo Kohon, Mario Delfino, Alberto del Rey, Eduardo Copello, Rubén Bonet y Carlos Astudillo. También es importante recordar el nombre de los asesinos: Juan Sosa, Roberto Bravo, Emilio del Real, Carlos Marandino, Francisco Herrera y José Marchand, estos dos últimos fallecidos.

¿De dónde vino entonces la orden de asesinarlos? No hay una exclusiva respuesta. Recuerdo que un amigo radical me decía que a él no le cabía en la cabeza la idea de que Mor Roig hubiera dado la orden de muerte. Le contesté que tenía razón: Mor Roig no había dado la orden, entre otras cosas porque el poder real lo tenían los militares y a estos halcones ni por asomo se les hubiera ocurrido consultar a Mor Roig, quien seguramente se enteró de lo sucedido a través de los diarios.

Lanusse, como presidente de la Nación, sin duda fue responsable y él públicamente así lo asumió. Sus declaraciones oficiales legitimaron la teoría del intento de fuga. No obstante, quienes seguimos el caso de cerca, quienes leímos las crónicas de la época, dudamos de que Lanusse haya dado la orden. El general era un duro, pero ni su personalidad ni su propuesta política se compadecía con una decisión tan brutal y despiadada, al punto que en algún momento llegó a decirse que la ejecución fue promovida por militares duros para abortar la salida política prevista a través del Gran Acuerdo Nacional que proponía Lanusse.

Años después, este general se transformaría en una suerte de opositor a la dictadura de Videla, cuando le tocara vivir en carne propia el dolor por el secuestro y muerte de personas queridas. Por entonces trascendió, sin que nunca pudiera confirmarse que Lanusse, en una de las escasas reuniones que tuvo con Videla, le reprochó lo que se estaba haciendo con los secuestros y las torturas. Y cuando Videla intentó justificarse le habría dicho: “Hace unos años tuve que soportar un Trelew, pero a vos te hacen un Trelew todos los días y no decís una palabra”.

En una entrevista con Miguel Bonasso, lo único que admitió de manera vaga es que el general Edgardo Ignacio Betti era el que estaba a cargo de la región y después cambió de conversación. Hay otro testimonio interesante. Es el de un periodista inglés destacado en Casa Rosada. Ya se sabe que cuando en la Argentina ocurre algo importante siempre hay un inglés en las inmediaciones. En este caso, el periodista escribió una crónica relatando las febriles reuniones de los mandos militares en esos días. El martes 22 a la mañana este periodista le confió en voz baja a un colega: “Esta noche los matan a todos”.

Premonitorio o no, lo cierto es que esa noche los mataron a todos; por lo menos eso fue lo que intentaron. Los tres que salvaron sus vidas, fue a pesar de los militares. Como se sabe, los enfermeros llegaron seis horas después y así se salvaron Berger, Haidar y Camps. Recuerdo que en Santa Fe la noticia nos movilizó a todos. Esa tarde los estudiantes convocamos a una asamblea general en el aula Alberdi de la Facultad de Derecho y después salimos en manifestación a la calle donde fuimos dispersados por la policía. Este periodista terminó en un calabozo con otros amigos.

Entre los muertos de Trelew había algunos santafesinos. El más conocido era Jorge Alejandro Ulla. El otro era Del Rey, creo que provenía del sur de la provincia, pero estudiaba Ingeniería Química en la UNL. La reacción mayoritaria de la sociedad fue de solidaridad con los muertos y de repudio al crimen. La dictadura militar se caía a pedazos y la masacre de Trelew convalidaba las peores presunciones en contra de los militares. El entierro de Ulla convocó a muchísima gente. Familiares, amigos, militantes, despedían no tanto al guerrillero del ERP como al joven idealista asesinado por una dictadura militar.

Aclaro: la diferencia entre el guerrillero y el joven idealista hoy es apenas un matiz, pero en 1972 esa diferencia era clara. Para fines de 1972 no era necesario ser guerrillero o militar en una organización armada para simpatizar con ellos. La dictadura militar y la masacre de Trelew contribuyó a dar nacimiento a la imagen de la juventud maravillosa que tan buenos resultados electorales daría en marzo de 1973. Esa luna de miel entre la lucha armada y las clases medias duraría lo que duran las lunas de miel; es decir, poco. Pero eso ya es otra historia.

El baño de sangre

Casi un milagro. Haidar, Berger y Camps (de izquierda a derecha), hospitalizados luego de sobrevivir a los disparos y a largas horas de desatención médica. El primero era santafesino.

Foto: Archivo El Litoral