Al margen de la crónica

Premios, méritos y desafíos

Cuatro medallas y un diploma que, en diferentes diámetros, pesos y palabras, reconocen el “esfuerzo, fortaleza y seguridad”; la “superación ante la adversidad”; la “superación personal e inserción social” de quien abrió sus ojos al mundo con una discapacidad física y supo hallar en su cuerpo los medios para enfrentarlo. Cuatro medallas que -atesoradas en un rincón de su ropero- hablan del espíritu, valor y resolución con que Elizabeth López encara cada mañana; y un diploma que exhibe y anuncia en la pared del comedor que con igual mérito hace tres meses fue nombrada “Santafesina destacada” por el Concejo Municipal.

Cuatro medallas y un diploma que son sólo indicio del orgullo que rebasa en lágrimas de sus cuatro hermanos y de Rosa y Ricardo, sus papás. A sus treinta y tres años, la joven padece una deformidad congénita en la columna vertebral y otras malformaciones en miembros superiores que le obligaron a buscar alternativas para realizar sus tareas diarias. Su mamá es modista y quien le enseñó a dibujar, pintar e incluso coser. Su papá es el carnicero de barrio Centenario que reconoce que, de entre sus cinco hijos, con ella “estamos chochos de la vida”. En sus ojos y palabras -aún ante las atesoradas cuatro medallas y el diploma que recibe a las visitas-, el verdadero premio que logró Elizabeth es el que hace suyo cada mañana, de 8 a 13, en la Municipalidad. Allí trabaja como pasante en la Dirección de Compras, donde coloca el teclado y el mouse en el suelo y los maneja con sus pies, con una efectividad que fue reconocida por sus superiores.

Cuatro medallas -una distinción de Unipadis, un Premio a la Excelencia, un Premio Bienal Alpi y otra entregada de manos del intendente, hace tres meses, en reconocimiento a su labor diaria- y un diploma, que despertaron la emoción de las quince personas que comparten su trabajo con Elizabeth y que escribieron una carta en la que avalan con sus rúbricas sus méritos laborales y humanos. Quince personas que, según dijeron a este diario, esperan con ansias un desenlace feliz: la pasantía, según Elizabeth, “se renueva cada seis meses y por un máximo de dos años, pero me gustaría que no termine nunca”.

Amplia y serena, la sonrisa en su rostro tranquiliza a sus interlocutores. Una sonrisa que sabe de otras, más intensas, que arquearon su rostro y el de quienes la rodean al recibir las distinciones. Ellos saben que, lejos de conformarse, la lucha de Elizabeth, su esfuerzo, se empeña por la definición de que su pasantía se convierta en su merecido puesto de trabajo, el premio mayor.