al margen de la crónica

¡No llame más!

Son las tres de la tarde y recién llego de trabajar. Cambio el almuerzo por un rato de cama. Estoy rendida y debo reciclar mi actividad en una hora. Sólo quiero “tirarme” diez minutos para reponer energías. Hay silencio en la casa (cosa rara) porque a los chicos los llevó su papá a la práctica de rugby. Dormito con las miserias que desnuda un programa de chismes. De pronto suena el teléfono. Mis viejos no andan bien y ya dos veces tuve que salir corriendo a auxiliarlos y por eso el infernal aparato me altera más allá de lo manejable. Atiendo rápido. Contesta una voz femenina que parece hablar mientras sonríe. Comienza preguntando por mí pero no sabe pronunciar mi apellido. A nadie le gusta que confundan su identidad; mi abuelo estaría rabioso. Por un segundo no sé quién soy y reacciono mal. Le aclaro mi apellido -que no es ruso- y al toque me saluda (después de la confusión está menos sonriente) y empieza a ofrecerme el plan de una casa de velatorios que propone pagar en cuotas mi entierro. No la dejo seguir. Mi malhumor en realidad nunca fue bueno: me enciende la cara y hace que mi corazón lata fuerte. Tartamudeo con bronca y como puedo le contesto que el día que me muera, como bien muerta estaré, lo menos que pretendo es que los que paguen mi entierro sean los que sigan vivos; después de todo, bastantes pañales sucios cambié en mi vida. Pobre chica, enmudece unos segundos y, cuando logra decir algo, articula una disculpa del tipo: señora sólo estoy trabajando. Me desarma. Cuelgo el teléfono antes de enredarme en algún regateo en pos de un ataúd mejor y siento que cargo con mi conciencia; ella tiene razón, es un trabajo. Adiós a mi proyecto de minisiesta.

¿Hay derecho? No sé qué habrá sentido la empleada, pero estoy segura de lo que yo siento. Siento mi intimidad atropellada, mi derecho al descanso transgredido y mi paciencia rota. Porque no es una, sino cien veces en las que, bancos, telefónicas, candidatos políticos y cuanta promoción se le ocurra a alguien posible de ser ofrecida a través del teléfono, las que nos alteran todos los días. Y siempre la hora a la que llaman es inoportuna, porque nadie tiene derecho a irrumpir o alterar nuestra rutina. Porque es irrespetuoso que alguien a quien no conocemos, fingiendo simpatía, nos trate como si fuésemos íntimos. No quiero créditos que no pedí, ni necesito llamar al extranjero con ventajosas tarifas -no conozco a nadie a quien llamar fuera de esta ciudad-, descreo de un candidato que se vende por teléfono; no quiero comprar nada que no me hace falta. En la Capital, está a punto de ponerse en marcha una ley contra la venta telefónica -el Registro No Llame-, que busca proteger a los ciudadanos de abusos de este tipo, y las multas por infringir la norma rondan los cien mil pesos. Buena iniciativa para imitar, ya que parece que los expertos en marketing no consiguen entender que por una venta que hacen, diez potenciales clientes pierden la paciencia.