La vuelta al mundo

Las elecciones en Uruguay

Rogelio Alaniz

No hay que exagerar. Ni la Argentina es un infierno ni Uruguay es el Paraíso. Las virtudes o los vicios de una nación no se miden por una gestión de gobierno, ni siquiera por dos. Por otra parte, se hace muy difícil comparar a un país de tres millones y medio de habitantes con otro de casi cuarenta millones. Las escalas entre la Argentina y Uruguay son muy diferentes y todo esfuerzo por intentar asimilarlas terminan violentando la realidad.

No pretendo posar de ecuánime, pero, cuando conversé con Julio María Sanguinetti y le dije que los argentinos envidiábamos el sistema político uruguayo, me dijo que no me entusiasmara demasiado porque es fácil envidiar algo cuando se visita un país en clima de vacaciones. “Yo también cuando viajo a Buenos Aires envidio a la Argentina, porque a todos, de alguna manera, el otro país nos parece más lindo o más justo que el nuestro”, concluyó.

No obstante, siempre me pareció más sano envidiar a otro país que odiarlo. Atendiendo las experiencias del siglo veinte, es mucho mas inofensivo equivocarse ponderando méritos exagerados del vecino que considerarlo la encarnación del mal. Prefiero el cosmopolitismo al nacionalismo estrecho y agresivo. Una larga y honorable tradición nacional me ampara en este sentido. Los mejores momentos de la Argentina están relacionados con la apertura al mundo. La curiosidad por conocer otras experiencias, la indagación sobre otros destinos nos han enriquecido, mientras que el ensimismamiento, el encierro dentro de sedicentes dogmas en favor del “ser nacional” se conectan con nuestros grandes fracasos como nación.

Hago estas consideraciones para autolimitar mis simpatías por el sistema político uruguayo. Los entusiasmos no son casuales. Uno observa la campaña electoral, la calidad del debate público, los niveles de civilización política y no puede menos que sentir un leve cosquilleo de envidia porque, como suele pasar en estos casos, uno envidia lo que no tiene o lo que alguna vez tuvo y luego perdió.

No es novedad decir que el sistema político uruguayo es superior al argentino. Las estructuras partidarias, sus tradiciones y liderazgos, más la cultura media de la sociedad, dan cuenta de una filiación democrática que nosotros hemos perdido hace rato. La curiosidad que han despertado en la Argentina las recientes elecciones se relacionan con estas experiencias institucionales.

Miramos a Uruguay, porque la mirada sobre nuestro país no nos satisface. Me lo decía un amigo: “Cómo han cambiado los tiempos, que ahora nuestro modelo es Uruguay, cuando hace unas décadas era Gran Bretaña”. Como para reforzar su idea agregué: “Nos comparamos con Uruguay porque ya no podemos hacerlo con Brasil y, dentro de un tiempo, tampoco podremos hacerlo con Chile”.

Es probable que en esa mirada amorosa a Uruguay haya algo de idealización, pero convengamos que algunas briznas de verdad nos acompañan. Por lo pronto, los politólogos no saben con certeza si la diferencia a favor del “paisito” proviene de la historia, del azar o de determinadas coyunturas. Lo que está fuera de dudas es que las prácticas políticas de ellos son más limpias que las nuestras, entre otras cosas porque, a mi modesto criterio, el populismo -en sus versiones más groseras y corruptas- nunca estuvo presente en tierra oriental.

Después, están los detalles que, sumados, a veces concluyen estableciendo una categoría conceptual. Tabaré Vázquez se retira del poder con un sesenta por ciento de aceptación pública. Algo parecido sucede con Bachelet y Lula. Por el contrario, en la Argentina, los presidentes dejan el sillón de Rivadavia agobiados por la repulsa pública. ¿Por qué esa diferencia? Seguramente, porque unos gobiernan mejor que los otros, pero en ese inventario debería incluirse una sobria conducta republicana, un respeto puntual a las instituciones y a la sociedad.

En Uruguay, la política es sinónimo de acuerdo; en la Argentina, todavía no salimos de las trincheras. Lacalle, Sanguinetti, Vázquez han sido presidentes que gobernaron con amplios consensos y, sin embargo, a ninguno se le ocurrió reformar la Constitución para reelegirse, entre otras cosas porque la sociedad iba a rechazar esa pretensión. Nada de esto ocurrió en la Argentina. Mientras en Uruguay se establecieron acuerdos de gobernabilidad, a nosotros lo único que se nos ocurrió en los últimos veinte años fue el Pacto de Olivos con su cuota de sometimiento a la voluntad hegemónica y el reparto indecente de prebendas. Para quien quiera saberlo, le recuerdo que en aquellos años todavía no se habían descubierto las virtudes de la Banelco, por lo que el recurso preferido eran los portafolios.

La derecha uruguaya tiene poco y nada que ver con la derecha argentina. Son más serios, más responsables y, sobre todo, más democráticos. No se trata de discurrir acerca de una derecha más progresista o más conservadora, se trata de reconocer una derecha más institucionalista y republicana. “Los uruguayos respetamos mucho a nuestro presidente, no importa quién sea. Para nosotros el presidente no es una persona más, es una investidura, el símbolo humano del poder republicano que como tal debe ser tratado”, me decía Sanguinetti.

Ese presidente podrá ser de derecha o de izquierda, pero en todos los casos es el presidente de los uruguayos. “Nos faltó un empujoncito para tirarlo a Batlle, y nos frenamos porque consideramos que era mucho más importante llegar al poder con los votos de la gente que a través de una operación no institucional”, comentaba Mujica.

Si la derecha es diferente, también lo es la izquierda. En realidad, desde hace décadas la izquierda uruguaya se ha diferenciado cualitativamente de nuestra izquierda dogmática, autista, sectaria. Una experiencia de masas como la del Frente Amplio seria impensable en la Argentina. El Partido Comunista de Rodney Arismendi, por ejemplo, fue siempre un partido de masas, respetado por la sociedad y con una inusual capacidad para convocar a intelectuales y trabajadores. Ellos no fueron los exclusivos forjadores del Frente Amplio, pero sus orígenes son impensables sin la presencia militante del Partido Comunista. Las diferencias con sus colegas argentinos son más que evidentes. Entre el compromiso creativo de Arismendi y la mediocridad servil de Codovilla hay un abismo, un abismo que establece la distancia existente entre un partido sectario y lumpen y un partido de masas y responsable.

Sólo en Uruguay ha sido posible que una experiencia armada y derrotada como la de los Tupamaros pueda haberse insertado en la democracia, a tal punto que el actual candidato a presidente por el Frente Amplio fue uno de sus principales dirigentes. Semejante recorrido es impensable en la Argentina. Imaginar que Gorriarán Merlo o Firmenich puedan ser candidatos de grandes mayorías es una operación intelectual que pertenece al género de la ciencia ficción. Ese talento de los Tupas para evaluar sus errores y proponer soluciones políticas adecuadas al siglo veintiuno es lo que da cuenta de una izquierda creadora.

La campaña electoral que se desarrolló en estos meses fue ejemplar. Los uruguayos no son angelitos, pero son respetuosos de una determinada tradición política republicana. Esto no quiere decir que no discutan y que las discusiones en más de un caso no sean ásperas, pero todo funciona dentro de ciertos límites.

Tal vez una de las claves que explican las diferencias con nosotros es que en Uruguay existen políticas de Estado. Los gobiernos cambian, pero ciertas iniciativas se mantienen. Lacalle y Mujica reconocen esta realidad y la consideran indispensable para pensar la política en serio. En los comicios del 29 de noviembre podrá ganar uno u otro, pero, en cualquier caso, el ciudadano sabe que en lo fundamental no habrá saltos al vacío, porque hasta los cambios más audaces están previstos como algo progresivo.

“Si creen que a Uruguay lo vamos a cambiar en una gestión de gobierno, no nos voten”, decía Vázquez en la campaña electoral del 2004. “Los convoco a votar por la izquierda para lograr que Uruguay empiece a ser un país del primer mundo”, fue una de las consignas de Mujica, consigna impensable en nuestra izquierda criolla que aún delira con el asalto al Palacio de Invierno o una temporada en Sierra Maestra.

Las elecciones en Uruguay

Ballottage. Superado el primer turno, Mujica (Frente Amplio) y Lacalle (Partido Blanco) disputarán la presidencia el próximo 29 de noviembre.

Foto: Agencias EFE y AFP