EDITORIAL

Muerte en las calles

Mientras Cáceres lucha por su vida, la opinión pública debate una vez más el tema de la seguridad mientras las autoridades políticas intentan salir del paso a través de frases de circunstancias o, como en el caso de la provincia de Buenos Aires, proponiendo reformas jurídicas. Es como si recién ahora tomaran nota de que se está ante uno de los temas centrales de la agenda pública nacional.

Se entiende y se justifica que cuando la sociedad recibe una agresión, su respuesta sea emotiva y, en más de un caso, violenta. Si, además, las agresiones son constantes, las reacciones se tornarán masivas. Ese comprensible estado de ánimo no se aplaca, más bien se exacerba, con explicaciones de orden sociológico orientadas a entender a los criminales. En rigor, los problemas se amplifican cuando las autoridades no toman medidas o las medidas que toman no producen resultados positivos.

El ataque a Cáceres provocó una particular reacción por el perfil público de la víctima. Algo parecido ocurrió cuando el dirigente socialista, Rivas, fue asaltado y golpeado por delincuentes, ataque que le produjo una grave lesión cerebral de la que aún no se ha recuperado. Es verdad que cuando los personajes son públicos las sociedades se sensibilizan más, pero en este momento todo se agrava porque arrecian los actos delictivos con víctimas fatales.

Las reacciones airadas de la gente deben ser tomadas como síntomas más que como verdades que los legisladores deben acatar al pie de la letra. Cuando un familiar, un amigo o un vecino dice “hay que matarlos a todos”, un dirigente o un legislador deben pasar el reclamo por el cedazo de las leyes vigentes y los consejos de la prudencia. Pero a partir de ellos debe actuar.

Como ocurriera en 2002, el robo de autos aparece frecuentemente vinculado con el asesinato. Pero el móvil delictual, que podría explicarse por un estado de necesidad, no justifica en ningún caso la posterior ejecución del conductor, sólo concebible a partir de las pulsiones del odio.

La cuestión es todavía peor si se advierte que esos autos abastecen desarmaderos clandestinos dedicados a la venta de repuestos manchados de sangre. De modo que la matriz de este negocio homicida se compone de comerciantes que son delincuentes, autoridades y agentes policiales que no investigan -muchas veces porque son socios- y menores de edad a los que aturdidos por la droga y un odio tóxico, envían sin reparos a la calle a cazar automovilistas por razones de inimputabilidad.

En los últimos tiempos algunos de estos delitos han sido resueltos por la policía. Por ejemplo, el caso de Cáceres o el de Urbani, el adolescente asesinado en el Tigre. Y corresponde reconocerlo. Pero también hay que decir que la presión social amenaza con hacer erupción, y que esto explica la mayor diligencia de los organismos del Estado.

Lamentablemente, las cosas han ido demasiado lejos. El problema, de por sí complejo, cobra volumen en un país adicto a las discusiones inconducentes, en las que progresistas y conservadores suelen equivocarse por omisión o por exceso.