Apuntes para deconstruir al enemigo

Mario Javier Guedes (*)

Cuando al coronel Manuel Dorrego, gobernador y capitán general de Buenos Aires, le informaron que entre los conspiradores se encontraba el general Juan Lavalle, su antiguo compañero en las guerras de independencia, su reacción fue de incredulidad. Sin embargo, los hechos que sobrevinieron a la noticia vendrían a confirmarla: el 1º de diciembre de 1828 Lavalle y su tropa se alzaron en armas, y Dorrego se vio precisado a buscar refugio en el interior de la provincia. Perseguido, derrotado en el campo de batalla, traicionado por sus subalternos, el depuesto gobernador caería por fin en las manos del general rebelde.

La suerte de los hombres no admite dilaciones. La terrible decisión, conminada a Lavalle por un grupo de notables, ya había sido tomada: Dorrego debía morir. Intimado de esto, el prisionero requirió la asistencia de un clérigo y papel para arreglar sus asuntos. A la esposa le encomendó el futuro de sus hijas; y a Estanislao López, no dar paso alguno en busca del desagravio. Fue fusilado en Navarro, el 13 de diciembre de 1828 a las tres de la tarde. Lavalle asumió toda la responsabilidad por su muerte.

A este orden de acontecimientos, debemos ciertas coplas populares, el origen del dulce de leche, una sangrienta guerra civil, un largo despotismo, los contubernios cívico-militares, el caudillismo, la primera película nacional con argumento, la perniciosa costumbre de los golpes de Estado, entre otros infinitos hechos. Pero además, aquel enfrentamiento encarna y desnuda -acaso como ningún otro- el ejercicio, tan caro para algunos, de construir antagonismos: unitarios y federales, civilización y barbarie, peronismo y antiperonismo, pueblo y oligarquía, capital e interior, por recordar sólo algunas de las clásicas dicotomías que registra nuestra historia.

Si, como dice Aristóteles, las cosas se diferencian en lo que se parecen, es detrás de esas múltiples diferencias donde deberíamos buscar la esencia de nuestro “ser nacional”. Pero ese colectivo, el “argentino” del gentilicio, denota a un ser mítico e inverosímil; es en la diversidad cultural de sus habitantes donde, paradójicamente, parece asentarse la identidad de nuestra nación. El problema surge cuando la estrategia política pretende utilizar esta diversidad para construir el consenso social y legitimar el poder. Y cuando la táctica empleada consiste en considerar al otro, al extraño, un “enemigo”. El infalible discurso de la diferencia cobra vida: basta con delinear el estereotipo e invitar sutilmente al miedo o al odio para lograr cohesión social cuando, de otro modo, es imposible o harto difícil.

Con la caída del muro de Berlín, occidente ha perdido su enemigo común: hace veinte años que sus países abundan en adversarios domésticos, complejos y mutables. La construcción del enemigo es una tarea incesante y sus procesos -de selección, de justificación- resultan por demás arbitrarios. En nuestro país no sólo se comprueba esta realidad sino que hasta se evidencia un claro abuso del recurso. Los “ruralistas”, los marginados, los medios de comunicación, los opositores partidarios: cualquiera puede convertirse, de la noche a la mañana y sin mayores razones, en el demonizado rival a combatir. Estas construcciones arbitrarias encubren y desplazan los verdaderos conflictos sociales. Los debates se tornan frívolos y se canalizan en cualquier programa televisivo, los términos del discurso se tergiversan, las posiciones se confunden; se favorece así una serie de divisiones que sólo pueden propiciar el atraso y la violencia.

Cierta teoría fija las reglas del acontecer histórico mediante la doctrina de la repetición cíclica o corsi e recorsi. Tal vez sea bueno recordar entonces que a Lavalle, en su eterna retirada, lo sorprendió la noche final en los aledaños de Jujuy. Sus hombres acamparon allí y él, con una pequeña escolta, buscó refugio en la ciudad. Al despuntar el alba del 9 de octubre de 1841, una partida federal conformada por una veintena de paisanos se aproximó a una casa, sin saber que en ella descansaba el general. Lavalle se recordó por última vez y no lo acobardó la novedad; no era la primera vez que el enemigo lo superaba en número. Mandó ensillar los caballos para abrirse paso y el arrojo forjado en ciento veinticinco combates lo llevó hasta el zaguán para enfrentar a la patrulla. Los federales, recelosos de la súbita resistencia de los moradores, arremetieron a disparos de tercerola contra una puerta que se acababa de cerrar. Una bala penetra por la cerradura y destroza el cuello de Lavalle, que cae de bruces al piso y muere. Luego vendría el macabro derrotero para poner a salvo sus restos.

Lavalle murió a unos pocos días de cumplir 44 años: casi la misma edad que tenía Dorrego al ser fusilado. Es fama que la sangre derramada en Navarro lo obsesionó durante el resto de su vida; quizás porque comprendió que toda revolución es un juego de azar, que lo mismo daba Lavalle o Dorrego, que por pura casualidad había sobrevivido él y no el otro. Podría decirse que Juan Galo de Lavalle finalmente murió como Manuel Críspulo Bernabé Dorrego para que el destino, respetuoso de las simetrías, no pudiera alterar los papeles de una trama. Más justo será sugerir que, en realidad, no existieron diferencias entre ellos y que la misma fatalidad que los había separado los terminó uniendo, como el anverso y el reverso de una misma moneda.

(*) Abogado. Profesor de Derecho Penal Especial (UCSF). Profesor de Derecho Penal Económico (Ucse).

1.jpg

Manuel Dorrego marcha hacia el lugar de su ejecución, ordenada por Juan Lavalle, el 13 de diciembre de 1828.

Foto: Archivo El Litoral