De vetos e insistencia

 

El período legislativo que se iniciará efectivamente este año, viene fuertemente caracterizado por la modificación en la composición de las cámaras del Congreso y, fundamentalmente, la pérdida de la mayoría automática con que contaba el oficialismo. A partir de allí, a la enunciación por parte de las fuerzas opositoras de una agenda de temas a abordar durante el año, siguió la advertencia del kirchnerismo referida a la aplicación sistemática del veto presidencial, en caso de considerarlo necesario.

Más allá de la pulseada política, y del grado que alcance la concreción de los anticipos emanados de ambas partes, se plantea una cuestión de severa implicancia institucional, que hace conveniente remitirse a las fuentes históricas y doctrinarias que aluden a la poderosa herramienta puesta en manos del jefe de Estado.

Esta atribución del Ejecutivo, en la que algunos autores ven un resabio monárquico, fue recogida en la Constitución de Estados Unidos -que sirvió de modelo a la Argentina- como protección de las atribuciones y prerrogativas del Poder Ejecutivo frente a la intrusión del Poder Legislativo, y como “una garantía más contra la expedición de leyes indebidas”.

En nuestro país, la doctrina vincula su ejercicio a razones de conveniencia política y armonización del funcionamiento del Estado, y ha desarrollado extensas consideraciones acerca de los criterios de oportunidad y conveniencia, constitucionalidad o eficacia que deben aplicarse a la hora de utilizarlo.

La práctica, tanto en los EE.UU. como en nuestro país, ha demostrado que en algunos casos se ha utilizado para dirimir conflictos institucionales entre ambos poderes, y en muchos otros, para contrarrestar a la oposición (como en los casos de Clinton o Néstor Kirchner, que dirigieron la mayoría de sus vetos a proyectos de ese origen) o de disciplinamiento hacia el propio partido (como Bush padre o Carlos Menem). En muchos casos, el veto se usó para bloquear iniciativas que podían condicionar la distribución del presupuesto.

En la búsqueda de afinar los instrumentos para preservar el equilibrio de poderes, a través de un juego de pesos y contrapesos, la normativa constitucional prevé un recurso para que el Ejecutivo no tenga la última palabra sobre la controversia: es la llamada insistencia parlamentaria que, de concretarse, obliga al jefe de Estado a acatar la voluntad del Congreso. Claro que un arma de tamaño calibre sólo puede ser utilizada cumpliendo con un gravoso requisito: obtener una mayoría de dos tercios, sumamente difícil sin acuerdos entre distintas fuerzas políticas, y a veces inalcanzable. Sobre todo cuando, como en el caso argentino, la posibilidad de obtenerla puede ser aventada restando quórum a las sesiones e impidiendo que el Congreso pueda sesionar; otra herramienta posibilitada por la Constitución en beneficio de las minorías, cuyo uso indiscriminado -al igual que todas las revisadas anteriormente- puede revertir su propósito y redundar en perjuicio de las instituciones, cuando no en su parálisis.