La realidad detrás de la postal

Un grupo de jóvenes evangélicos decidió llevar su compromiso a las zonas más postergadas de Salta y Jujuy. Una misión que les reveló la cara oculta de muchos lugares turísticos y una nueva perspectiva de vida.

TEXTOS. REVISTA NOSOTROS. FOTOS. LUIS CETRARO Y GENTILEZA E. RODRÍGUEZ.

La realidad detrás de la postal

“Lo que más nos motivó fue dar un poco de amor, hoy que la palabra amor está bastante mal interpretada; nos movilizó pensar en todas esas personas”, cuentan los jóvenes de la Iglesia Cristiana Evangélica.

“A veces sentimos que lo que hacemos es una gota en el mar, pero el mar sería menos si le faltara una gota”. La frase, de la Madre Teresa de Calcuta, fue el motor que impulsó a un grupo de jóvenes que pertenecen a la Iglesia Cristiana Evangélica de calle Corrientes de esta ciudad, a cargo del pastor Daniel Altare; del Centro de Acción Cristiano (Moreno, provincia de Buenos Aires), y de la Iglesia El Refugio (Rafaela) para poner en marcha un viaje misionero a Salta y Jujuy, al que denominaron “Sembrando en el camino”.

El objetivo que se plantearon fue realizar tareas de pintura y arreglos de la capilla en Coipaio y proveer de material educativo de lectura y aprendizaje a los habitantes y la escuela del lugar, pero también visitar viviendas y zonas alejadas en los cerros para compartir momentos con las familias, además de concretar una obra de suma importancia: facilitar el acceso al agua que proviene de una vertiente de la montaña a 600 metros cuesta arriba, mediante la colocación de un sistema de caños (350 mts). Y así lo hicieron, en un viaje que comenzó el 27 de octubre y culminó el 8 de noviembre del año pasado, y en una travesía que involucró largas horas de viaje en colectivo, en tren y a pie hasta llegar a los cerros.

OTRA MIRADA

“Quien tuvo la posibilidad de viajar al noroeste de nuestro país, en las provincias de Salta y Jujuy, seguramente luego de disfrutar un paseo por el impactante y majestuoso tren de las nubes, desciende y ve a su costado una persona que por pocas monedas ofrece una foto con su animal o tal vez vende por algunos pesos aquella artesanía que conllevó mucho esfuerzo y dedicación. Compramos o no, y seguimos nuestro paseo turístico pero ¿pensamos alguna vez de donde viene esta gente, cómo vive, qué hace?”. Las respuestas a esas preguntas son algunas de las que el grupo se lanzó a buscar en su travesía por un paisaje natural bello a los ojos del turista, pero que se vuelve particularmente árido para quien lo habita. “Nos movemos un par de kilómetros por aquellos terrenos de ripio donde solo se puede ingresar a pie, y la pobreza extrema y las necesidades básicas insatisfechas (como el simple hecho de caminar muchos centenares de metros cuesta arriba cada vez que se necesita agua) están a la orden del día”, reflexionaron en el momento de presentar su proyecto, el mismo que se plasmó tras varios meses de intenso trabajo para reunir recursos y materiales, y organizar hasta el detalle toda la expedición.

Erica Rodríguez y Jerónimo Butto integraron el contingente y sintetizaron a Nosotros el resultado de tamaña experiencia a la que definieron como “un antes y un después” que les proporcionó otro enfoque de las cosas y una nueva perspectiva de la vida diaria, del trabajo, del estudio”. “Aprendimos a valorar lo que tenemos y a descubrir que somos ricos al lado de quien no tiene nada”.

POR TODOS LOS MEDIOS

Cuando se concretó esta entrevista, varias semanas después de regresar de aquel viaje, en ninguno de los dieciseis integrantes del grupo se había esfumado el entusiasmo. Tampoco en Érica y Jerónimo: ambos reconocen que fue Clara Rodríguez, la tía de ella, quien los motivó con su trabajo de varios años a concretar esta misión a la que se sumaron “con más predisposición que experiencia”. “La cuestión era ir al lugar, llegar” y una vez allí ofrecer toda la ayuda posible, en particular para construir una cisterna y bajar el agua. En este punto, agradecieron el aporte de empresas locales que donaron -según el caso- tanto la pintura para la capilla como leche en polvo y dulce para los niños y niñas del lugar.

Claro que llegar no fue tan simple. “Para abaratar los costos teníamos que hacer transbordos: de Santa Fe salimos en colectivo hasta Rafaela; de allí tomamos un tren a Tucumán. Cuando llegamos a la estación de trenes subimos a un interurbano hasta la terminal de ómnibus, para viajar a Salta (capital) y de ahí otro más para llegar al sitio donde pasa el colectivo que llega a Campo Quijano donde vive la misionera. Desde ese punto hay otro colectivo que sube a los cerros una vez por semana y llega hasta la escuela rural”. En este punto, abren un paréntesis: “es una escuela con 17 alumnos que llegan de los cerros y todos los días caminan varias horas para llegar hasta allí. La maestra Gabriela es, además, portera, mamá y cocinera de todos los chicos. Algunos de ellos vienen de muy lejos, así que se quedan a dormir y vuelven a su casa el fin de semana. La maestra tiene que hacer los mismo”.

Sin embargo -continúan el relato-, “cuando llegamos a Campo Quijano nos encontramos con que el colectivo llevaba a dos de nosotros. Se decidió elegir a dos chicos y el resto del equipo terminó llegando al punto de encuentro en un camión con acoplado”. Una vez allí, todos tuvieron que subir unos seis kilómetros a pie, cuesta arriba, hasta llegar a la capilla. “Cada uno hizo ese trayecto con su mochila, comida, caños y pintura con la ayuda de burros, pero igual fue duro hasta que nos aclimatamos y nos acostumbramos a la altura”. Aún así -y también por todo eso- consideran que fue “una experiencia inolvidable”.

“Lo que más nos motivó fue dar un poco de amor, hoy que la palabra amor está bastante mal interpretada; nos movilizó pensar en todas esas personas”, cuentan ahora, ya repuestos de la travesía pero con proyectos para concretar apenas comenzado el año. El contingente estuvo integrado por jóvenes de 18 a 30 años, y algunos miembros de más edad, incluida “tía Clara”.

En los cerros “no hay señal para celular, ni radio, ni televisión”, contaron. “Una misionera local que sube cada 15 días y visita a las familias. Quedamos en contacto con ella y con la obra, con la misión de volver a ir. El objetivo no es cerrarnos en el grupo sino seguir apostando a otros jóvenes para que se animen a experimentar el verdadero amor que es dar sin esperar nada a cambio”.

MÁS PLANES

La misión no terminó en Salta sino que continuó en Jujuy. “Llegamos hasta un lugar que se llama El Carmen, una pequeña ciudad en la que conocimos una pequeña iglesia, y tuvimos contacto con la intendenta del lugar y con la secretaria de Cultura. Allí nos abrieron las puertas de par en par y nos invitaron a volver”.

En los dos casos, tanto en Salta como en Jujuy, la forma de “llegar a la gente” fue a través de la música y de obras de teatro: “la respuesta fue muy buena y nos comprometimos con el lugar. La idea es que un grupo pueda volver para Semana Santa”. Pero los planes empezaron con el inicio del año y fue así que ya en enero participaron de una capacitación en una localidad del monte santiagueño, “donde tía Clara inició una obra hace varios años, y va a empezar a funcionar como escuela misionera”, contó Érica.

Concientes de que, entre allegados y amigos, llama la atención que a su edad (23 Érica, 20 Jerónimo) el tiempo, el dinero y el esfuerzo se destinen a una misión de estas características más que a unas vacaciones convencionales, ambos no dejan de insistir en que la experiencia fue inolvidable, tanto que “hasta que no se vive no se puede comprender”.

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Érica, de 23 años, y Jerónimo, de 20, integraron la comitiva que llevó su trabajo solidario al noroeste argentino.

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La pobreza extrema y las necesidades básicas insatisfechas están a la orden del día en las comunidades de Salta y Jujuy.

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“Aprendimos a valorar lo que tenemos y a descubrir que somos ricos al lado de quien no tiene nada”, sintetizan los jóvenes que emprendieron el viaje misionero “Sembrando en el camino”.

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Tras varios meses de intenso trabajo para reunir recursos y materiales, y organizar hasta el detalle toda la expedición, los jóvenes partieron rumbo a las comunidades que recibirían su labor solidaria.

PASO A PASO

El paraje Potrero de Chañi está ubicado a 4100 metros de altura sobre el nivel del mar, en los cerros de Salta, a 180 kilómetros de la capital de esa provincia. Un lugar de belleza singular, pero de difícil acceso y pocos servicios: sin luz ni sanitarios. La mitad de la ruta es asfaltada; el resto se convierte en camino de ripio que, en parte, sólo puede ser transitado a pie.

Para llegar hasta allí se debe acceder primero a Campo Quijano, desde donde sale -una vez por semana- un colectivo que va y vuelve por los cerros. Así se llega a Potrero de Chañi, donde funciona una escuela-hogar. Pero si el objetivo es la pequeña capilla situada en Coipaio, habrá que caminar 6 kilómetros más... cuesta arriba.

Desde el año 1997, la iglesia “Centro de Acción Cristiano” de Buenos Aires, a través de la agencia misionera, ha enviado obreros, misioneros y colaboradores al paraje donde, a la escuela, se suman algunas viviendas, muy distanciadas entre sí.