Saúl Taborda y el Colón

Dr. Horacio Sanguinetti

Saúl Taborda es uno de los dioses mayores de la Reforma Universitaria de Córdoba en 1918. Filósofo y pedagogo de alta dimensión, sus “Investigaciones”, publicadas parcialmente en vida, y luego ampliadas por devotos discípulos, hacen gala de extrema profundidad y originalidad.

Pero, aparte de esa especialidad, en la que ahondó particularmente, a partir de los años ‘20 cuando marchó a Europa y frecuentó las grandes universidades alemanas, Taborda tuvo sus veleidades de poeta, novelista y dramaturgo.

En 1916, en Kilómetro 14, escribió “Julián Vargas”, novela que publicaría dos años más tarde. Es un trabajo interesante, que adscribe a cierto posrealismo vigente entonces, relatando los avatares de un joven provinciano bajado a Buenos Aires, donde hallará “amor, consuelo y desamparo”.

El relato tiene mucho de autobiográfico. Buenos Aires era, para un contestatario como Taborda, la gran urbe que fascinaba y a veces irritaba con sus progresos y sus lujos. Los observará con ira. De ellos, el Teatro Colón era el más reciente y deslumbrante. Inaugurado precariamente- el 25 de mayo de 1908, dos años después alcanzó la culminación de sus obras arquitectónicas, y fue tejiendo una tradición de calidad artística con pocos rivales en el mundo.

La ópera era entonces la gran manifestación cultural, fuertemente popular, pero poseída por todas las clases sociales.

Había ya admirables teatros líricos en La Plata, Córdoba, Rosario y unas cincuenta ciudades del interior, y en la capital, otros varios; pero los principales y más bellos, como el Coliseo y la Ópera, serían prolijamente destruidos más adelante.

Así, el Colón, reconocido cada vez más por su grandeza, fue quedando en cierta progresiva soledad. Originariamente, tuvo muchos detractores, por oportunismo, celos, incomprensión, prejuicio. Asombra advertir que Saúl Taborda, humanista, hombre de la cultura, pareciese contar entre ellos.

“Julián Vargas” nos da la pauta y señala, por parte del autor, una percepción incoherente acerca del significado cultural de la ópera y de nuestra escena mayor, que en 2008 cumplió su primer siglo.

Aquí surge un enigma cultural a develar, pues importa entender la contradictoria impresión que “Iris”, una ópera recién presentada por Pietro Mascagni, el músico de moda a la sazón, produjo en Julián Vargas, y nos animamos a decir que en Taborda, pues no podría manifestarse como lo hace si no lo hubiese vivido.

Julián -Saúl- va al Colón movido por cierto instinto de enamorado, porque supone que allí hallará a su Matilde. Va a disgusto. No le impresionan los artistas más grandes del mundo, ni la Storchio ni Titta Ruffo, al que juzga “sin vida ni expresión, cuya garganta no era más sonora que la de cualquier otro cantante”, todo lo cual sorprende, irrita y es falso, pues contradice la opinión unánime acerca de esos titanes, amén de que ni Rosina Storchio ni Titta Ruffo cantaron nunca “Iris” en el Colón, donde la ópera sólo se puso en 1915, 22 y 26, siempre con otros artistas. Es más, Ruffo, que en la parte que le toca al barítono no hallaría mayor atractivo pues no lo hay, desechó de su repertorio esta obra, que habría quizá y no es seguro- cantado una única vez en su vida, en Egipto (1901). No parece correcto crucificar a artistas memorables por actuaciones imaginarias.

En cuanto al público, recibe de Taborda un indiscriminado desprecio, ya que iba todo, según él, a exhibir en “aquel inmenso palomar sin aire, envuelto en sedas, recamado en joyeles, toda su vanidad, su tedio, su hipocresía y su estulticia”.

Implacable, don Saúl no reconoce a nadie la pasión estética legítima que produce la ópera, ni su fuerte contenido popular.

¡Y cómo abomina del Colón!: “teatro tan costoso como feo. Julián no se explicaba cómo Buenos Aires se podía enorgullecer de poseer aquella mole ciclópea, sombría, chata, pesada, sin garbo ni elegancia, cuyos sillares parecen gravitar sobre el espíritu desde que se penetra en aquella cueva enorme, digna de trogloditas, sin detalles, sin armonía, sin gracia”, etcétera.

El Colón, uno de los teatros más bellos del mundo, servidor del arte excelso, por el cual hoy, en la hora de la decadencia, aún somos reconocidos en cualquier parte, no merecía semejante exabrupto, para colmo, rematado por el manido argumento populista: “¡Cuánto dolor no mitigaría el oro encerrado en esta catacumba!”.

Es decir, sólo asistencialismo, no más teatros, no más cines, no más estadios, no más parques públicos, no más emociones, juego ni fiesta para la humanidad sufriente, porque lo que se invierte en arte parece ser lo único que podría volcarse a favor del pobre. Estas afirmaciones son indignas de Taborda, para colmo, poeta y dramaturgo.

Pero, de pronto, la situación da una vuelta de campana, justo cuando Julián iba a retirarse. Comienza el Himno al Sol, lo mejor de “Iris”, y él descubre un mundo. Gradualmente conmovido, arrasado, afiebrado, tremante, se incorpora ante esa “música cósmica, imposible, que levantaba hasta Dios”, que llena “los espacios a través de las edades, las angustias, los dolores, los ensueños, los afanes de la honda, de la eterna tragedia de la raza”.

Volverá Mascagni al final de la novela, cuando Julián agonizante, buscando a Dios en su delirio, de repente siente estallar el Himno al Sol, consolador y formidable: “¡Los titanes ruge, los hijos de la Tierra, los hijos del Pueblo, acorazados de ideal y de belleza escalan el Olimpo! Cantan el Himno al Sol. ¡Así, así, más alto! El cosmos entero canta”, y muere estremecido por las notas del coro mascagnano.

Este final abre un amplio interrogante sobre el lugar que Taborda, en 1916, otorgaba al arte universal. Queremos creer que, tras los anatemas injustos fulminados contra los prodigiosos cantantes y contra el escenario mayor, finalmente les reconoce un sitio de privilegio como ministros divinos y mediadores entre la vida, el amor y la muerte.

Saúl Taborda y el Colón

El Colón, uno de los teatros más bellos del mundo, servidor del arte excelso, por el cual hoy, en la hora de la decadencia, aún somos reconocidos.

Foto: Archivo El Litoral