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Volvieron los muchachos

Entre otros regresos, marzo también marca el comienzo de las ligas amateur de fútbol, esos “jugadores que trabajan de otra cosa” y que vuelcan pulsiones y porrones con la excusa de jugar al bolo. El tema es que vuelven los mismos, un año más viejos y varios kilos más gordos.

TEXTO. NÉSTOR FENOGLIO. DIBUJO. LUIS DLUGOSZEWSKI.

En mi equipo de fútbol, por ejemplo, salvo algún descolgado que anda a los gritos por febrero (y que recibe como respuesta un silencio ominoso y colectivo que, traducido al castellano, significa: “dejate de romper las pelotas”), la convocatoria se renueva con marzo. Como los chiquilines que vuelven a la escuela, así aparecen un sábado los vagos, todos con un año y varios kilos más que el año pasado, pero eso sí, todos quieren ser titulares.

Después de los saludos de rigor, en algún momento alguien dispone que estamos allí para intentar jugar al fútbol y entonces se determina el equipo “titular” y van al banco los tres nuevos que alguien trajo (y que siempre son buenos vagos y pésimos jugadores), y desde el vamos te das cuenta que será difícil sacar algo en limpio después de una pretemporada resuelta a pura birra, asado, mariscos o lo que consumieron hasta ahí. Advertimos por fin, una sensación que se confirmará el resto del año, que se excedieron, que no pueden correr ni a un caracol (pero nadie se baja, eh) y que hasta la remera del equipo (comprada a propósito extra extra large) queda insoportablemente chica.

Los vagos no empezaron a jugar y ya quieren, por ejemplo, ser titulares, tener juego de camisetas nuevas y que los rivales se dejen ganar.

Marzo es constitutivo, entonces, no sólo porque se reorganiza la agenda de modo real a partir del regreso de los pibes a la escuela, sino también porque se dibuja la actividad de toda la familia, descontando que el sábado a la tarde el jefe del hogar estará con esa sarta de vagos que lo único que hacen es chupar.

No hay que minimizar el efecto pacificador que esta práctica sabatina tiene en la familia y en la sociedad toda: por ejemplo el rengo juega cinco minutos, chupa y morfa tres horas y vuelve a la casa a retomar su suspendido rol de padre ejemplar y amantísimo esposo (sobre todo después de una siesta reparadora) y todos son menos violentos en la calle, cuando manejan, básicamente porque liberaron pasiones en la cancha.

Peor hablábamos del estado físico. El ocho que tenemos, un tipo de un recordado e incansable ida y vuelta (en 1985, que es cuando llegó al equipo) ahora solamente va. Piquete de la tarde, le llaman, porque no puede volver. Tiene el carril de regreso tapado, así que arréglense sin él y defiendan como puedan, muchachos.

Al nueve le dicen tortícolis, porque no se puede dar vuelta. Como ahora están de moda nuevos nombres para lo mismo que antes, nosotros, con él, tenemos “referencia en el área” asegurada. Es pura referencia, es fácil saber dónde está, porque además hasta el árbitro dice: “de la boya a la derecha, cuatro pasos”.

Y con el diez, literalmente, tenemos volumen de juego. Es puro volumen, el vago, porque se fue de vacaciones al mar y no dejó un molusco ni para el análisis científico o para el museo. Un tsunami que arrasa con todo y allí está ahora, pidiendo a gritos la pelota, en honor al año 1997, en que la rompió. Ahora rompe la camiseta: cuando llegó era flaquito como el 1 de su camiseta, ahora es como el 0: es redondo y no sirve para nada. Un 10 con todas las letras.

Y así estamos: a los cinco minutos hay que cambiar tres jugadores, que no fueron al mar ni a la pileta pero que están ahogados. Otros cinco están parados en la cancha y parecen de metegol, tienen menos piernas que una foto carné y andan a las señas como ciego nuevo. Si la pelota pasa cerca, es posible que hagan el esfuerzo inútil- por alcanzarla, pero como exquisitos jugadores que alguna vez juran que fueron, la quieren al pie-pie, no al pie-una-baldosa-más-allá porque así no se puede, viejo. No puedo hacer nada si estoy rodeado de matungos.

Resulta que cuando preguntás, excepto algún sincero que dice que hace tres meses que no corre ni una aceituna, todos hicieron algo, todos trotaron, hicieron fútbol cinco, bicicleta, gimnasio, pero eso todavía no se traduce en la cancha. Es que los vagos todavía están duros por la pretemporada. Sólo que para unos cuantos el estado se mantiene por todo el año y así siguen: duros.

Hay un único gil que siempre fue deportista, que entrena a conciencia y que corre hasta que se cansa de hacerlo solo y se va puteando y avisando que nunca más vuelve a jugar con nosotros y que se va a otro equipo.

Por suerte, al final, está el correctivo tercer tiempo, con asado o choripanes y porrones a granel. Ahí todos tienen ida y vuelta, nadie se queja por ir hasta el quiosco a buscar nuevos porrones fríos, y la jarra o la botella pasa con exactitud de jugador en jugador. Pienso que por ahí, si jugáramos con porrones en vez de pelota, nuestro juego sería más vistoso y preciso.

Pero acá estamos, este año volvió el cabezón, y parece que también Julio; no apareció todavía el Tunga; Pancho se asomó un par de veces, Leo no se jubila pero lo bueno es que ya estamos, literalmente, listos para la competencia, porque volvieron los muchachos.