Llegan cartas

 

Así sea

 

 

Rubén Elbio Battión

El aire tenía un espíritu de expectante angustia. El pueblo lo sentía en el límite del dolor y la indiferencia. En Él, sus brazos estaban tendidos sin fuerza a lo largo del cuerpo con vertical abandono.Un gran sector del público lo miraba con superficial apariencia. Todo era un espectáculo extraño al quehacer de los días, pero quedó sin aliento cuando la autoridad gritó “culpable”. Entonces despertó la realidad de un castigo ignominioso. Algunos corazones enjugaron sus lágrimas en silencio; otros tenían la frialdad de un suceso esporádico que no los hería. Algunas mujeres cubrían sus ojos con un velo de piedad interior y quizás detuvieron el sollozo callado y solidario. Quedaba el otro sector humano que, a través de la envidia y el rencor sin causa, aplaudía el veredicto del amor destrozado, con la placidez de una lograda injusticia.

El cielo, oblicuamente quebrado, tensaba el dolor de la impiedad humana y eterna. La sombra de la cruz iniciaba su despertar escalofriante, conmovedor. Pero... la fe es luz, y la luz es esperanza, y la esperanza es perdón, y el perdón es el plinto de la paz, y la paz es amor.

Todos los ojos lo miraban desde la lejanía de un sufriente incompasivo. Era otro. Otro hombre. No eran ellos, ni sus vidas ni sus preocupaciones religiosas. Confirmaban la condena con un silencio cómplice y hasta halagüeño.

El mundo está a su alrededor como ejemplo de la infinitud humana. Todo era posible: desde la grave indiferencia hasta el asentimiento común por la sentencia pronunciada; y hasta la placidez del gusto por la crueldad ajena. Era para otro. La vida seguiría para ellos con la paz aparentemente replegada en sus almas. El castigo era distante, y el espectáculo, asaz interesante y renovado.

Allí estaba el pueblo. Jesús lo miró con perdonante compasión. Compensaría los pecados humanos con su sufrida clemencia. Allí, a su alrededor estaba la humanidad plural: pasivos, activos, diferentes, justos, injustos, solidarios, fríos, egoístas, generosos, caritativos, ingratos...

Le pusieron la corona de espinas: símbolo del escarnio público. En cada espina la piel se laceraba. Y allí estaba la historia -y el porvenir- de la humanidad toda: desde el sacrílego matrimonio del Paraíso, hasta el presente injusto y burlón. Pero Jesús compensaría dolor e injusticia con el perdón en las acequias de los días.

Al fin le dieron la cruz e indicaron el camino del sacrificio. Miró a su alrededor. Entre el bosque de rostros femeninos..., ¿ encontraría los ojos de su madre? ¿Y las miradas de Magdalena? ¿Estaba solo? ¿ Humanamente solo? ¿Comenzaría allí el último diálogo con su Padre? La corona hiere su carne, pero detrás hay una coraza de amor fuerte, seguro, infinito, y un Padre custodio e inmortal.

Le abrieron la carne y le quebraron los huesos para infligirle las raíces infinitas del dolor humano. Le atravesaron las manos y los pies con los clavos del sufrimiento más despiadado. Izaron la cruz para que el pueblo constatara la hechura de la crueldad humana. Imploró a su Padre. Y murió. Desde entonces, es una sombra que vibra a nuestro lado. Contra los duros avatares de la vida cotidiana, invocamos su bondad infinita. Sí, es la esperanza cierta...

Señor, a través de tu sufrimiento, bendícenos. Somos humanos, pero, ahora, somos otros.