Reloj, no marques las horas

Reloj, no marques las horas

Usted puede tener la relación que quiera o que pueda con el tiempo. Hay quienes ni se preocupan por el tema, otros viven obsesionados. Voy a referirme a los relojes, a los despertadores en general y a los cuatro o cinco cretinos alternativos que están en mi casa y que suenan como las trompetas del juicio final. Todos los días se dirime una cruda y sonora batalla entre ellos y yo. Con resultados disímiles, según se escuchará.

TEXTO. NÉSTOR FENOGLIO. DIBUJO. LUIS DLUGOSZEWSKI.

Inevitablemente animizo a las cosas, probablemente para personalizarlas y, ya que inciden centralmente en nuestras vidas, hacerlas por lo menos no agresivas. Pero con el o los despertadores no hay caso. Desde el vamos ellos y yo tenemos planteados esencialmente pleitos irreconciliables. Yo tengo como misión en mi vida, o al menos en una porción importante, no levantarme ni para ir al baño. Y ellos tienen como misión fundante todo lo contrario y, me lo reprochan, con mi anuencia: yo los compré para que me levanten, yo les doy cuerda o les renuevo las pilas, yo mismo, imbécil, pongo la hora en que se cumplirá la sentencia, allá por las ocho o, ni dios lo permita, las siete o seis de la mañana.

Así es que mi intención de llevarme bien con las cosas, de hacer un esfuerzo por incorporarlas lo más naturalmente a mi forma de ser y de actuar, está anulada desde el principio con los despertadores, a quienes odio profundamente y quienes, lo sé, me odian con igual convicción. Basta escucharlos a la mañana, nomás, para darse cuenta de que esos guachos no suenan de manera normal, sino que te largan sus cuchilladas arteras con inusitada y renovada energía, y que -maldad pura- hacen lo posible para lastimar. Tienen agujas y pinchan: traspasan las frazadas y aniquilan el mejor sueño exactamente cuando comenzábamos a ganar lo que sea. No insistan: no hay reconciliación posible entre ellos y yo.

Igualmente, admito cierta relación enfermiza entre los despertadores y yo. No está bien que yo ponga el reloj a las ocho menos cuarto y que cuando suena, incluso cuando lo hace con serena delicadeza, me despierte y con total conciencia y desparpajo lo reprograme para las ocho y treinta y me duerma otra vez en sus narices. Y vuelva a hacer lo mismo, a las nueve menos cuarto y, en casos extremos, a las nueve y cuarto. Hay una desautorización manifiesta de mi parte hacia la razón misma de ser del reloj y yo debería tener quizás más consideración y respeto por el trabajo ajeno. Sólo que advierto con total claridad cómo el nivel de maldad y burlona alegría se incrementa con cada nuevo timbrazo. Vean si no la cara del reloj: a las siete y veinticinco el gesto que las agujas marcan es de absoluto asco, una repugnancia de eficiente mayordomo inglés que se solaza en relajarte: ¿Quería levantarse a esta hora, el señor?

A las nueve y cuarto, el gesto es adusto y serio, diríamos de genuina preocupación: estamos llegando tarde.

Y la cara del reloj a las diez y diez es una juguetería. No fue tomado en serio en anteriores instancias así que ahora, con todo sadismo, se ríe de campanilla a campanilla: estás en problemas y él celebra su pequeña victoria, mientras recibe igual un castañazo desesperado.

Yo no sé si les pasa también ustedes, pero en el caso de los relojes despertadores de casa, dos por tres juran que ellos cumplieron y tocaron toda la cuerda y que yo, pobre infeliz, no escuché o no quise escuchar, con lo que además de inútiles en ese caso, también funcionan los muy malditos como objetores de conciencia (como si tuviéramos pocos en estos tiempos). Uno los agarra del cuello a las once y media, y mientras verificamos que el botoncito está afuera y que la cuerda sonó toda, vamos ya pensando en una excusa o enfermedad posible para explicar en el trabajo lo inexplicable: ningún jefe te cree que el despertador de tu casa te odia, tiene una cuestión personal con vos y te jodió. O que en realidad se está vengando del día de ayer, en que vos te despertaste solo dos minutos antes de la hora (como sucede muchas veces cuando uno mecaniza un horario para levantarse) y con canchera suficiencia bajaste el botoncito justo cuando el guacho inflaba los cachetes para cantarte la hora con todo. Rencorosos, malos bichos.

Hubo una época en que los desterré de casa, y que me hacía despertar por amigos y serenos solidarios de distintas empresas de la ciudad, pero eso duró poco: a nadie que presta un servicio con buena onda le gusta ser insultado, encima gratis. Otras veces fui denunciado, no sin razón, lo admito, por malos tratos: no se puede andar por la vida tirando relojes contra las paredes. En épocas de necesidades extremas de levantamientos impostergables, yo mismo dispuse el ataque contra mi tierna y calentita persona (hay que ver lo bueno que soy cuando duermo y, sobre todo, cuando no escucho los relojes) de una masiva y artera compañía de despertadores, coordinados, certeros y, los muy sucios, alejados del alcance justiciero de mi mano extendida. Yo mismo los puse en serie, a intervalos irrefutables, allá, a dos, tres y cuatro metros, y potenciado todo con la artillería pesada de las ollas puestas para magnificar el efecto destructor de la descarga.

Así que ya lo saben. No me hablen de despertadores, que -como se advierte- bastante tengo todos los días con ellos como para que alguien me objete siquiera que dormí mal o que llegué tarde. No duermo mal, me despierto mal, que es otra cosa. Es que el hombre se abandona cuando duerme, está inerte, indefenso. Y no se puede estar en esas condiciones y encima rodeado de enemigos, que para colmo te conocen bien y saben dónde, cómo y sobre todo cuándo atacar. Y como mi relación con ellos está en estos momentos en un delicado punto crítico, el de las mutuas agresiones, vayan estas líneas como advertencia y delimitación de responsabilidades si una mañana de éstas falto: habré perdido, o acaso ganado, la dura batalla.