al margen de la crónica

Flores de acero

 

Dicen que en las peñas de varones, los temas de conversación fluctúan entre el sexo y los deportes. El otro día salí de peña con mis amigas, y en el lugar elegido había otros grupos de amigas que habían tenido la misma idea. Yo no estaba de buen ánimo y la conversación de mi mesa no lograba atraparme. Justo al lado, cinco mujeres conversaban, reían, se ponían serias, bebían con naturalidad, estaban relajadas. Mi oreja corrió en esa dirección.

Me sorprendió mi conducta, ya que detesto a los intrusos de todo tipo. Pero muchas veces una escucha en boca de otro exactamente lo que quisiera decir o lo que piensa o lo que siente y ése fue mi anzuelo. Las mujeres eran veteranas, pero de ésas que hacen que cualquier hombre dé vuelta la cabeza -más aún se enrosque al verlas-. Se las notaba seguras y ajenas al resto. Sonreían a pesar de que lo que decían no era divertido. “¿Podés creer?, el viejo verde se muere por una que podría ser su nieta. Lo peor no es que sea joven, es fea, toda de plástico, vulgar y bruta. Y no lo digo yo, lo dice la fila de lanzados que estuvieron con ella antes que el vivo que vivía conmigo”.

“¿En serio? -acotaba una desconfiada- ¡Bah! No te amargués, todos los tipos son infieles; es que al cerebro lo tienen detrás del cierre del pantalón y no arriba del cuello”.

Discutieron largo rato sobre el costo-beneficio de la fidelidad y pasaron a otra cuestión: padres y nietos, y coincidieron en que estaban a mitad de camino entre ellos.

Una cuenta que se tuvo que instalar en casa de su hijo porque su nuera decidió viajar sola. “Necesitaba unas vacaciones y a la súplica de “ammooorrr’ ¿te hacés cargo de los chicos?’, el zángano de mi hijo accedió y ella partió a Punta del Este con su hermana. Imaginate, ¡nosotras que fuimos criadas como Susanitas!, dejarle los chicos a un tipo que trabaja todo el día... Por supuesto que la estúpida, ¡que soy yo!, se pasó una semana corriendo entre guarderías y mamaderas”.

Escucho sólo pedazos, pero me gustaría estar sentada con ellas. Los temas saltan como bola de ruleta. Otra comenta: “No la soporto, ese aire de maestra ciruela como si fuésemos idiotas. Cuando habla, cambio de canal. Encima está a cada rato dando clases por cadena nacional”. Una de pelo increíble cuenta que se le casa otro hijo “¡y van cuatro!, ¡uno por año! ¡Me tienen harta! Y como soy el jamón del sandwich, a mi mamá se le ocurrió que antes debe operarse de la cadera”. Otra, que hasta ahí estaba callada se atreve: “¡Me siento horrible!, ya ni sé quién soy. Creo que soy una obligación caminando. ¿Y yo?, ¿dónde quedo después de repartirme en cincuenta pedazos?, ¡hasta me dan ganas de levantarme a alguien!”. El resto se ríe, cómplices, entendedoras de que, quien atiende nietos, contiene a hijos, padres y marido, tiene derechos que, si los otros no se los otorgan, deben tomarlos. Siguen riendo, se ríen de ellas mismas y de sus ocurrencias y yo no puedo despegar mi oreja. Me siento identificada por sus madres demandantes, sus hijos egoístas y sus nietos reclamantes. La rubia pidió: “¡Por favor!, ¡que nadie se entere de lo que dije!”. Un coro jura entre carcajadas sobre la “tumba” de la amistad. Pienso que, aunque siempre estuve conforme siendo mujer, esta vez, en un vergonzante papel de voyeur, me siento contenta de mi género, entre otras cosas por la manera que tenemos las mujeres de decodificar nuestras vidas.