Raúl Roa

El pintor en su soledad, libre de su laberinto

María Fernández-Unsain (*)

La paleta de Roa es una paleta baja de tonos cálidos, pastel. En “Parva”, el pinino de los cuadros, nos enfrenta a la parva de paja en el campo en un primer plano. Esa chiquita grande parva nos desafía orgullosa desde su pequeño marco. ¿O el pintor hace que nos enfrente? Hay orgullo de ser en ella. ¿O será mérito del pintor y su logro? Pero, ¿cómo resuelve Roa mostrarnos la lontananza en un cuadro de apenas 0,20 x 0,24? Está ante nuestros ojos su admirable manejo de la perspectiva.

Se atreve a todo, al campo soleado, a las barcas en medio del mar de Montevideo, a la barca anclada en el puerto que nos invita a navegar, se siente el suave balanceo de las olas contra ella, ¡es tan real el mundo en que nos atrapa Roa! Nos hace sentir hasta el calor del sol en la calma de la tarde de campo, donde a veces no hay dónde guarecerse. Respecto de sus ritmos va desde el detalle minucioso hasta la vaga sugerencia, casi pero no, rozando el límite de lo no figurativo. Tal es su poder de síntesis. La urgencia de plasmar.

Como Woody Allen, quien en su película “La Rosa Púrpura del Cairo” invita a la protagonista, sentada en su butaca de un humilde cine de barrio, a entrar en la pantalla para que interactúe con los actores, Roa nos interna en sus montes, nos sentamos a la vera de su río, sentimos la frescura del yuyal, nos lleva lejos para ver la ciudad de Santa Fe, chiquitita desde la distancia. Y hay coincidencia en lo que dice Pierre-Auguste Renoir, maestro del Impresionismo admirado por Roa. Dice Renoir “... la obra de arte debe cautivar al observador, envolverlo; arrastrarlo. En ella comunica el artista su pasión: es la corriente que emite y por la que incluye al observador en ella”. Renoir señalaba, además: “Un día se nos acabó el negro a todos y nació el Impresionismo”. Monet, con su obsesión de perseguir la luz, inició el movimiento en Francia a partir de 1978 y transformó radicalmente el concepto de la pintura tradicional. Pero Vincent Van Gogh rompió las reglas y entonces nació el Expresionismo en la Europa de fines del siglo XIX. Es de hecho considerado el padre del movimiento expresionista y la luz se pinta desde otra óptica. Roa dice que él es el último de los expresionistas figurativos. Personalmente, espero que no; si el expresionismo dio al mundo los pintores más cotizados de la historia, es evidente que la corriente está tan vigente como cuando Vincent lo introdujo.

La pintura de Roa parece simple, a veces hasta naïve, pero en la búsqueda del color, de la luz y de la composición nada queda librado a la fortuna o tal vez, sí... a la de su talento, y a la de su arte. El talento no se estudia, se nace con él.

Renoir decía: “Cuando se contemplan las obras de los antiguos, uno no tiene motivo alguno para creerse muy inteligente, ¡Qué maravillosos trabajadores eran, sobre todo, esa gente! Entendían muy bien su oficio. En eso estriba todo. La pintura no es sensiblería. Es principalmente un trabajo de la mano, y hay que ser un trabajador hábil”. ¡Vaya si hay oficio en los trabajos de Roa! Ha expuesto 95 veces antes de esta muestra, todo está documentado y fotografiado, ésta es su nonagésimo sexta exposición.

En su pintura habita la soledad. Se trata del pintor y su cuadro, el hombre frente a la naturaleza agreste. No hay flores, ni pájaros ni alma humana. Sólo paisajes. Pero también hay sutileza, delicadeza en cada pincelada. Hay coraje, drama, infiernos y cielos con querubines. En su pintura no falta detalle, ni sobra nada. Está todo resuelto.

Nueve de sus cuadros podrían haber sido pintados por Roa con la paleta de Monet y dos con la de Vaz, como ya se imaginarán, con la presunta paleta de Vaz ha pintado dos cuadros de barcas y todo de su propia paleta con un estilo íntimo, personal, sencillo, y bello.

Renoir también decía “... un cuadro debe ser algo amable, alegre y bonito, sí, bonito. Ya hay en la vida suficientes cosas molestas como para que fabriquemos más”. Ignoro si Roa, gran admirador de Renoir, sabe de estas premisas del gran maestro de la luz, pero parece que las siguiera al pie de la letra.

Casablanca también señalaba “que no existen los buenos o los malos pintores, hay pintores, o gente que pinta”. Roa lo es. Y de los buenos. En mi opinión, no tiene costados flacos. Su pintura es simple, sin pretensiones, tal como lo es Roa en su persona. Tuve el grato privilegio de compartir una mateada con él y su mujer Ana, su ancla, su refugio y su admiradora número uno. Con su apoyo, lo único que tiene que resolver Roa es pintar, y cuanto más, mejor, porque Roa respira y vive para y por la pintura. Él ya está lejos del laberinto interior de sus paisajes, está pensando en su próxima muestra quizá y volverá a recorrer, sin duda, nuevos laberintos.

(*) María Fernández-Unsain Rosas sintió desde niña pasión por la pintura. Su madre pintaba témperas. Su vida de viajera la llevó a visitar cuanto museo se le pusiera delante y en 1990 se casó con Casablanca y se convirtió en su representante, curadora y marchand.

El pintor en su soledad, libre de su laberinto
El pintor en su soledad, libre de su laberinto

Obras de Raúl Roa que se exponen en AG Arte, Bv. Pellegrini 1616, primer piso.

Foto: Luis Cetraro

El pintor en su soledad, libre de su laberinto