La calabaza encaramada

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Por Marta Coutaz

La señora Mabel Caminito de Florián Clavel tiene una preciosa huerta en el patio trasero de su casa, donde cultiva batatas, habas, papas, paltas, albahaca, naranjas y unas extraordinarias calabazas. Para asegurarse (según dice) el éxito de sus cultivos, tiene la rara costumbre de sembrar vegetales cuyos nombres se escriben completos con la misma vocal. Otras temporadas ha sembrado coco, poroto y col.

En los primeros tiempos, había insistido en que coincidiera solamente la primera letra: apio, alcaucil, acelga, ají; espárrago, espinaca, escarola; rabanito, remolacha y repollo: o zapallo con zapallito y zanahoria... pero no le había dado ningún resultado. Cuando florecía el alcaucil, se marchitaba el apio, y si prosperaba la remolacha se le pudría el repollo (lo cual solía resultar seriamente oloroso).

En esos viejos tiempos, la huerta se veía deslucida y apagada, y doña Mabel Caminito de Florián Clavel también. Andaba por el patio con su mameluco azul plagado de bolsillos, de los que colgaban los utensilios de siembra: una palita roja de punta afilada, un rastrillo pequeño de color verde limón, una regadera de plástico anaranjada y montones de bolsitas con semillas de todas formas y tamaños. Recorría los angostos senderos entre las hileras de cultivos, rezongando por su mala racha y hablando con los tiernos brotes que asomaban desde los canteros como bebés en sus cunas. —Ay, ay, ay -se quejaba-. ¿Qué puedo hacer? ¡Todos son muy remolones! ¡Se niegan a crecer! Y por las mejillas embarradas se le piantaba un lagrimón, dejando un surquito claro y ondulante como una lombriz.

Sí... sí... las primeras cosechas fueron duras para nuestra querida señora: alguna zanahoria desvaída, un par de ajíes descoloridos, tres o cuatro hojitas de escarola medio marchitas, en fin ¡no daba para prepararse ni una ensalada!

Fue ahí donde comenzó a pensar en una verdadera solución, y se le ocurrió lo de las vocales. Ya que esas caprichosas no progresaban siendo de la misma familia de letras, probaría con otra cosa. Y parece que resultó. Por eso, aquel año las batatas se inflaron como cañones, las habas resplandecían como perlas, las paltas eran gigantescas, la albahaca perfumaba toda la cuadra y las naranjas... hmmm, ¡las naranjas! eran tan dulces como una cucharada de miel.

Párrafo aparte merecen las calabazas. ¿Cómo describir a estas extraordinarias y sorprendentes calabazas? Lo que más llamaba la atención era su tamaño desmesurado, porque eran mucho más rechonchas que las que suelen verse en las verdulerías. Doña Mabel se enorgullecía de esto y lo mencionaba cada vez que podía a sus amigas y vecinas. También el color era sugestivo, ya que en lugar del naranja pálido característico de estas hortalizas, aquellas calabazas espectaculares ostentaban un tono rojizo intenso, como el de un atardecer de verano. Pero había algo más... un detalle bizarro y hasta escabroso, que la señora Mabel Caminito de Florián Clavel no se atrevía a comentar con nadie. Por las noches y en las madrugadas, antes de la salida del sol, la huerta se llenaba de un murmullo extraño y estremecedor. Al principio, doña Mabel pensó que eran los pájaros o tal vez los grillos, pero más tarde se convenció de lo peor: ¡eran las calabazas! Sus coloradas y gigantescas calabazas, ya un tanto monstruosas por su aspecto ¡también hablaban! Y no era su imaginación, como más de uno podría pensar. Ella escuchaba en las noches la conversación:

—¡Ay, Cholita, qué aburrimiento! En esta huerta nunca pasa nada.

—Viste, Chuni, es lo que digo yo. Demasiada tranquilidad.

—¿Y si invitamos a Chela y hacemos algo juntas?

—¿Cómo qué, Chuni?

—No sé, Chola, pensá vos. Yo tuve la idea.

—Ah, Chuni, pero con la idea no alcanza. Vos sabés que a Chela hay que decirle todo con claridad.

—Está bien, Chola, si no querés pensar... ¡Algo se me ocurrirá!

Éstas y otras cosas por el estilo susurraban en el patio trasero, mientras doña Mabel caía presa de una incómoda preocupación: ¿qué estarían tramando sus calabazas?

Durante la mañana y a la caída del sol, comenzó a prestarles un cuidado especial: les hacía escuchar las noticias de la radio o les ponía música de bailanta para entretenerlas. Tal vez así se olvidasen de su misteriosa conspiración. Pero eso no sucedió, al parecer.

Las conversaciones nocturnas continuaron y fueron cada vez más prolongadas:

—¿Qué te parece la propuesta de Chuni, Chela?

—Mirá, Chola, yo creo que no está mal pero hay que ver quién se hace cargo.

—Chuni quiere que seas vos, Chela.

—¡Eso no es cierto, Chola!

—¿Cómo que yo, Chuni?

—Es Chola la que piensa así.

—¡Mentira, Chuni!

—¡Es verdad Chela, fue Chola!

—¡No Chela, fue Chuni!

—¡Basta, chicas, me marean!¿Qué debo hacer?

—Prestá atención Chela. ¡Y vos, Chola, también!

Así fue como un lunes muy tempranito, la señora Mabel Caminito de Florián Clavel se encontró con una escalofriante sorpresa. La más gorda, brillante y roja de sus calabazas parlantes había trepado al tapial estirando su tallo, y descansaba muy oronda sobre la medianera. ¿Cómo era posible? ¿Y para qué?, se preguntaba angustiada doña Mabel. Esa medianoche, con la oreja izquierda pegada a la ventana de su cocina, pudo enterarse de la verdad. Chola, Chuni y Chela conversaban alegremente, comentando las vicisitudes diarias de sus vecinos:

—La señora de González es una junta todo. Acumula cosas inservibles en un galponcito, día por medio les quita el polvo con un plumero rosa y las cambia de lugar.

—El capitán Fernández no le habla a su mujer. Ella le ceba mate y le lustra las botas, una vez por la mañana y dos por la tarde. Él le agradece con un gesto, pero sin palabras. Juró dejar de hablarle aquella tarde en que ella volcó yerba sobre la puntera lustrosa de su calzado militar.

—La señorita Gladys Canterberry toma sol a las cinco menos cinco de la tarde y deja de hacerlo a las cinco en punto. Se viste de negro y prepara el té.

—El profesor Walter Aguasclaras estornuda a las doce y cuarenta y cinco, todos los mediodías. Luego lava su pañuelo y lo tiende al sol. El pañuelo tiene bordadas dos intrigantes letras (G.C.) y una puntilla negra alrededor.

Y así, todas las noches, doña Mabel fue descubriendo a través del relato de la calabaza encaramada, que no está sola en este barrio, ni en este pueblo, ni en este mundo. Que siempre habrá alguien que necesite una mano, un consejo, un abrazo de amigo, una sonrisa del vecino. Y así, todos los días desde entonces, nuestra gentil hortelana, la señora Mabel Caminito de Florián Clavel, recorre la manzana de su casa preguntando a sus vecinos, puerta por puerta, cómo amanecieron ese día, si se encuentran bien de ánimo o de salud, si necesitan algo, en qué puede ayudarlos. Y le regala a aquel que esté más triste, o más solo, o más enojado, una enorme y rechoncha calabaza, para que en las noches tenga con quién conversar... si es que se anima a charlar con una hortaliza chismosa.

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Dibujos de Cristian Lehmann.