La vuelta al mundo

Racismo en Arizona

Rogelio Alaniz

A nadie, o a muy pocos, le llamó la atención que el gobierno de Arizona aprobara una ley que autoriza a la policía registrar y detener a las personas sobre las cuales existe la “sospecha razonable” de ser indocumentados. A nadie le llamó la atención porque la gobernadora Jan Brewer milita en el sector más conservador del Partido Republicano y porque en Arizona el racismo en sus variantes más groseras es una tradición folclórica y un dispositivo de poder de una fracción de la clase dirigente.

Con motivo de los actuales incidentes, los más memoriosos recordaron que en los años sesenta, Arizona fue uno de los Estados que más resistencia opuso a la promulgación de los derechos civiles. Y allí, Martín Luther King fue considerado una persona no grata. Tierra árida, inhóspita, con sus linajes y sus tradiciones, con sus habitantes enclavados en leyendas y mitos que hablan de un país fundado por hombres valientes y rudos, rápidos para desenfundar la pistola y diestros para domar potros salvajes, hombres que honran a sus antepasados que mataban indios y mexicanos sin darle al hecho más importancia que el trago de whiskey que tomaban en sus reuniones festivas y ruidosas.

No son los negros ahora los que preocupan a quienes se califican como americanos puros, es decir, blancos, anglosajones y protestantes, sino los hispanos y, muy en particular, los mexicanos. Arizona tiene en la actualidad una población de cinco millones de habitantes, de la cual el treinta por ciento es de ascendencia hispana. La tendencia social indica que este porcentaje seguirá creciendo y seguirá creciendo más allá de las leyes y del malhumor de sus dirigentes republicanos. Asimismo, según los cálculos más confiables, el número de indocumentados supera las 400.000 personas, una cifra que araña el diez por ciento de la población y que, atendiendo a la nueva legislación, también va a seguir creciendo porque la supuesta estampida aluvional de mexicanos hacia Arizona no se resuelve con leyes represivas sino con políticas sociales de mediano y largo plazo.

Según la nueva legislación, la policía registrará no sólo a quienes pueden ser sospechosos de haber cometido un crimen -un principio que vale para cualquier ciudadano, blanco, negro o morocho- sino para los hispanos por su condición de tal. La ley es tan estricta que incluye entre los sancionados a quienes los transportan y les dan empleo, además de los funcionarios públicos que obstruyan la aplicación de la norma. El color de la piel, el modo de hablar o el tipo de vestimenta habilita a la fuerza pública a intervenir.

Como es de prever, la ley ha despertado grandes resistencias. A la protesta se han sumado los presidentes de Estados Unidos y México, además de intelectuales, políticos, artistas populares y jefes de otros Estados, particularmente los vecinos, porque temen que como consecuencia de la legislación represiva los inmigrantes se vuelquen masivamente hacia lugares con leyes más benignas y tolerantes.

Los voceros del gobierno de Arizona defienden su iniciativa con argumentos legales. Sostienen que el proyecto sólo reclama que se cumpla con la ley que dice que para vivir en Arizona hay que tener los documentos en orden, un principio, que, además, vale para cualquier ciudadano. Lo que no se dice en este caso es que la posibilidad de adquirir la ciudadanía en Arizona es muy remota y que quienes intentaron hacerlo, en la mayoría de los casos -luego de trámites y plantones de semanas y meses- no lo lograron.

Importantes jefes religiosos -incluidos los protestantes- y militantes sociales se han movilizado para reclamar la derogación de la ley o la mitigación de sus cláusulas. En Arizona, el problema social con los inmigrantes es complejo y la peor solución es pretender resolverlo por vía represiva. Como se recordará, este Estado forma parte de los territorios que históricamente pertenecieron a México y, como consecuencia de las disputas fronterizas del siglo XIX, fueron apropiados por los Estados Unidos. El dato merece mencionarse porque a pesar de que Arizona es un Estado más de la Unión desde 1912, su población siempre contó con un alto porcentaje de mexicanos y descendientes de mexicanos.

Voceros de las comunidades hispanas han teorizado acerca del retorno de los “habitantes originarios” a las tierras que siempre les pertenecieron. Los argumentos son débiles, inconsistentes, teñidos de una suerte de racismo al revés, pero dan cuenta de los grados de beligerancia abiertos en una zona de frontera donde lo más aconsejable, por lo tanto, es practicar la tolerancia y los acuerdos. Los mexicanos no marchan hacia Arizona porque alguna vez fue la tierra de sus mayores, sino porque la calidad de vida que se les ofrece allí es mil veces superior a la que brinda México. Si por una suerte de milagro político Arizona volviera a pertenecer a México, es muy probable que entonces sus habitantes decidieran trasladarse a otros Estados norteamericanos porque -siempre conviene insistir en este tema- la patria no es el territorio, sino el tipo de organización social que sus habitantes han sido capaces de darse. Arizona en México sería tan pobre como cualquiera de los Estados mexicanos limítrofes con su gran vecino del norte.

No sólo los inmigrantes y los religiosos se oponen a las leyes de la gobernadora Brewer, también lo hacen importantes dirigentes demócratas blancos que además de oponerse a la orientación racista de esta legislación, consideran que en Arizona la mano de obra hispana -mayoritariamente volcada a las actividades de servicios- es indispensable. En este punto, los argumentos de los demócratas suelen ser los mismos que defiende la mayoría de los políticos progresistas de los países desarrollados que asumen con realismo el problema de la inmigración.

Sociólogos y asistentes sociales saben muy bien que las inmigraciones originan problemas de diferente intensidad. A nadie escapa que lo que moviliza a grandes contingentes sociales para trasladarse a otros países es la pobreza y, en más de un caso, la miseria. Como se sabe, la inmigración suele provocar beneficios, pero también serios perjuicios cotidianos. En un contexto de pobreza y marginalidad no llama la atención que un porcentaje a veces importante de los delitos contra la propiedad sea perpetrado por inmigrantes. El fenómeno es complejo, merece ser tratado atendiendo a todos sus matices, pero está claro que la pobreza y el desarraigo de un sector de la población alienta la actividad delictiva.

Una encuesta realizada entre pobladores blancos de Arizona da como resultado una opinión crítica contra los inmigrantes, considerados en la mayoría de los casos como criminales en potencia. La percepción es exagerada, está debidamente alentada por ciertos grupos mediáticos, pero no es tan sencillo refutarla porque efectivamente un alto porcentaje del delito es practicado por los inmigrantes.

Como se podrá apreciar, el tema no es sencillo, pero su complejidad no autoriza a resolverlo de manera brutal, recurriendo a la célebre mano dura. La gran cuestión de los hispanos en Estados Unidos, y particularmente en los Estados fronterizos, es una realidad que ha llegado para quedarse. Por lo tanto, se debe pensar en soluciones integradoras, que no excluyan la represión en caso de verdadera necesidad, pero alejadas de toda consideración racista o de ilusiones vinculadas con el retorno a una sociedad idílica integrada por blancos amantes de los deportes viriles y, en todos los casos, rubios y de ojos azules.

Racismo en Arizona

Protestas. Hispanos que residen en Arizona se manifiestan en la calle contra la nueva ley de inmigración que expulsará gente y separará familias.

Foto: Agencia EFE